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Trata de ser feliz me dijo, como si no contara con eso ni para ni para él. Tres días después de mi partida de Nièvres estaba en Ormessón. Pasé la noche cerca de la señora de Ceyssac, para la cual mi regreso puso en claro muchas cosas, y me dio a entender que había lamentado mis errores frecuentemente con la tierna lástima de mujer piadosa y casi madre.

Luego me explicó que se llamaba Oliverio D'Orsel, que había venido de París porque razones de familia le trajeron a Ormessón en donde acabaría los estudios, que vivía en la calle de los Carmelitas con su tío y dos primas y que a pocas leguas de la ciudad poseía una propiedad de la cual le venía el apellido D'Orsel. Vaya añadió, tenemos ya una clase en tiempo pasado.

Oliverio, con gran sorpresa de mi parte, no manifestaba la más leve contrariedad ante la idea de alejarse de Ormessón. Ahora me dijo con mucha calma pocos días antes de nuestra partida, ya no tengo nada que me retenga aquí. ¿Tan pronto había agotado todas las alegrías? Entramos en París de noche. Pero, aunque hubiésemos llegado a otra hora, siempre habría resultado tarde.

Aquella palabra, Ormessón, pareció despertar en ella una serie de recuerdos debilitados ya; siguió atentamente con la vista la dilatada avenida plantada de olmos, todos torcidos hacia el mismo lado por los vientos de la parte del mar, y sobre la cuál se cruzaban muy distantes aún, carromatos que rodaban, los unos acercándose a Villanueva y alejándose los otros.

Mi ignorancia, como queda dicho, era extrema: mi tía se dio cuenta de ello y se apresuró a traer a Trembles un preceptor, joven maestro del colegio de Ormessón.

Un día, por ligereza de mi amigo, que se reportaba algo menos a medida que creía más firme mi razón, supe que sus negocios reclamaban la presencia del señor D'Orsel en su provincia y que todos los habitantes de Nièvres iban a trasladarse muy pronto a Ormessón. En aquel mismo instante quedó adoptada una resolución y resolví romper.

Cuando ya nos acercábamos a Villanueva señalé a lo lejos la carretera, blanquecina que saliendo del pueblo se extiende en línea recta hasta el horizonte. He ahí la carretera de Ormessón.

Lanzó un poderoso suspiro como si el contacto de aquella vida extraordinaria le hubiera llenado súbitamente de aspiraciones desmesuradas y me dijo, sin contestarme: ¿Y ? Luego, sin esperar mi contestación, continuó: ¡Ah, caramba! miras atrás; no estás en París más que estaba yo en Ormessón. Tu suerte es añorar siempre y no desear nunca. Sería cosa de adoptar tu sistema.

La casa de mi tía no era alegre, ya se lo he dicho, y lo era menos aún la existencia que llevaba yo en Ormessón.

Todo un largo día invertimos en recorrer las doce leguas que nos separaban de Ormessón, y ya llegaba el sol al ocaso cuando Agustín, que no cesaba de mirar por la ventanilla, le dijo a mi tía: Señora, ya se distinguen las torres de San Pedro. El paisaje era llano, pálido, monótono y húmedo: una ciudad baja, erizada de campanarios comenzaba a destacarse detrás de una cortina de árboles.