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La mar, que á la brisa ondula y al sol poniente riela, deja ver la blanca vela, recortándose en la luz, que el ocaso enciende en fuego, de esbelta nave galana que de la costa africana viene al verjel andaluz.

Su belleza tomaba un aspecto de ocaso prematuro que inspiraba compasión. Abandonado el esmero de su persona, inerte, con una atonía enfermiza v dolorosa, parecía una planta afotista sin flores ni galas.

Lo importante es que me ames, pues si me amas, no hay potencia adversa en el mundo que pueda separarnos... ¿Te acuerdas de aquella tarde en el Real, cuando escuchamos juntos el primer acto de El ocaso de los dioses?

Y ellos salen a la huerta y se sientan en sus piedras blancas. Va anocheciendo. El pueblo luce intensamente dorado por los resplandores del ocaso; las palmeras y los cipreses de los huertos se recortan sobre el azul pálido; la luna resalta blanca. Y un viejo levanta la cabeza y dice: La luna está en creciente. El día 17 observa otro será la luna llena.

En las paredes de oriente y ocaso, que eran los lados mayores del rectángulo, figuraron de relieve los arcos de lóbulos que no podian estar abiertos, y descansando en la ligera cornisa de su arrabá, esculpieron, á plomo sobre las enjutas del grande arco figurado, dos ricas ménsulas con leones asomando por ellas la cabeza y el pecho.

Todo un largo día invertimos en recorrer las doce leguas que nos separaban de Ormessón, y ya llegaba el sol al ocaso cuando Agustín, que no cesaba de mirar por la ventanilla, le dijo a mi tía: Señora, ya se distinguen las torres de San Pedro. El paisaje era llano, pálido, monótono y húmedo: una ciudad baja, erizada de campanarios comenzaba a destacarse detrás de una cortina de árboles.

Yo lo tengo en imperdible añadía Amalia Amézaga, señalando a otro marrano no menos lucio, que hozaba entre los encajes de su corbata. ¡Válgame Dios! ¡qué moda más fea! exclamaba Luisa Natal, hermosura próxima al ocaso, y muy atenta a no usar perifollo alguno que su belleza no realzase . Yo no me pondría semejantes bichos; ¡se acuerda uno del mondongo! ¿verdad, condesa?

Bernardo, el quintero de la Marquesa, era su amigo, y cuando el anciano sacerdote se había demorado en sus visitas a los pobres y enfermos, cuando el sol tocaba a su ocaso y el abate sentíase fatigado y con apetito, deteníase, comía en casa de Bernardo un buen plato de tocino con papas, vaciaba su jarro de sidra, y luego, concluida la cena, Bernardo enganchaba su viejo cabriolet para conducir al cura hasta Longueval.

Una ventana próxima dejaba visible la puesta del sol, envolviendo en un nimbo de oro al piano y al ejecutante. La poesía del ocaso entraba por ella: susurros del ramaje, cantos moribundos de pájaros, zumbidos de insectos que brillaban como chispas bajo el último rayo solar.

Cuando al salir de la casa de un amigo en que ha oído voces infantiles y risas de juventud, vuelve a su triste cuarto de soltero, siéntese lleno de añoranza por lo pasado y de inquietud por lo porvenir, pensando en la rapidez con que pasan los años, en la época cada vez más cercana del retiro, en las prosaicas miserias y los asquerosos servilismos que turban el ocaso de la vida de un solterón.