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El matrimonio se dirigia hácia la parte del Luxemburgo, mientras que el jóven caminaba hacia las Tullerías; pero tanto el hombre como la mujer, la mujer particularmente, volvian la cara con frecuencia para mirar al jóven; el jóven la volvia tambien, y en el movimiento tardío y embarazoso de los tres, no era cosa difícil adivinar que aquellas buenas gentes se separaban con dolor.

La ira, la pasión y la grosería del pueblo se manifestaron en ella de golpe, con explosión formidable. Volvió a la niñez, a aquella época en que trabándose de palabras con alguna otra zagalona de la plazuela, se agarraban por el moño y se sacudían de firme, hasta que los mayores las separaban. No parecía ser quien era, ni debía de tener conciencia de lo que hacía.

Pero ¿de dónde sacaba aquel diablejo, que no había conocido más mundo que el contenido en las riberas de la mitad del Nansa, es decir, una rendijilla de pocas leguas entre dos taludes montañosos, aquellas delicadezas de tocado y de vestido, y aquellas travesuras y zalamerías que tanto la separaban del tipo común de las mozonas del valle, que, de seguro, habían corrido tanto mundo como ella?

Como allí había alguna claridad, porque jamás se cerraba la madera del ventanillo, Cilipín Centeno, que no dormía aún, vio que las dos cestas más altas, colocadas una contra otra, se separaban abriéndose como las conchas de un bivalvo. Por el hueco aparecieron la narizilla y los negros ojos de la Nela. Celipín, Celipinillo dijo esta, sacando también su mano . ¿Estás dormido? No, despierto estoy.

Tan pronto, virando en redondo y cubriéndose repentinamente de banderolas y paveses de mil colores, corría al encuentro de sus perseguidores. Estos se separaban inmediatamente para tomarla entre dos fuegos, y se precipitaban activamente al combate.

Las monjas estaban contentas de ellas, y aunque les agradaba ver tanta piedad, como personas expertas que eran y conocedoras de la juventud, vigilaban mucho a la pareja, cuidando de que nunca estuviese sola. Felisa y Belén, juntas todo el día, se separaban por las noches, pues sus dormitorios eran distintos.

Veía agitarse á Momaren como una potencia irresistible que suprimiría todo movimiento de piedad en favor del gigante. ¿Por qué permanecer al lado del caído sin hacer nada? El gobierno tenía enemigos y el Padre de los Maestros también. Cuando todos perseguían al Hombre-Montaña, era conveniente buscar una nueva protección, explotando los rencores que separaban á unos de otros.

Un poco más allá de las columnas que separaban el gabinete de la alcoba, estaba la cama con las cortinas cerradas y caídas, como se oculta tras un velo sagrado el ara de una diosa. En la penumbra de un rincón se alzaba un mueblecito maqueado, con sus flores de nácar y sus cajoncitos entreabiertos, dejando caer hacia fuera algún trozo de encaje, alguna madeja de estambre.

Se casó hace un año con Daniel; una boda por amor, muy a gusto, además, de ambas familias, que pertenecen al cogollito de nuestra «haut». El noviazgo fué un idilio ante el cual palidecen los deliquios de Romeo y Julieta. En los salones, fiestas y saraos no se separaban un instante.

A una exaltación sentimental sucedía un marasmo del espíritu que causaba atonía moral; la horrorizaba pensar que en tales días eran indiferentes para ella virtud y crimen, pena y gloria, bien y mal. «Dios, como decía ella, se le hacía migajas en el cerebro y entonces sentía un abandono ambiente y una flaqueza de la voluntad que la atormentaban y producían pánico; el extremo de la tortura era el desprecio de la lógica, la duda de las leyes del pensamiento y de la palabra, y por último el desvanecimiento de la conciencia de su unidad; creía la Regenta que sus facultades morales se separaban, que dentro de ella ya no había nadie que fuese ella, Ana, principal y genuinamente... y tras esto el vértigo, el terror, que traía la reacción con gritos y pasmos periféricos».