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Había llegado deshecha, el pie incierto y pesadísimo, y en su facies angustiosa la morfina, que había sacrificado cuatro horas seguidas a ruego de Nébel, pedía a gritos una corrida por dentro de aquel cadáver viviente.

Mientras continuó el corso, y en Concordia se prolonga hasta horas increíbles, Nébel tendió incesantemente su brazo hacia adelante, tan bien, que el puño de su camisa, desprendido, bailaba sobre la mano. Al día siguiente se reprodujo la escena; y como esta vez el corso se reanudaba de noche con batalla de flores, Nébel agotó en un cuarto de hora cuatro inmensas canastas.

¡Oh! ¡no estamos muy bien! Y sobre todo como debe estar puesta su casa... Siempre oigo hablar de sus cañaverales... ¿Es ese su único establecimiento? ,... en Entre Ríos también... ¡Qué feliz! Si pudiera uno... Siempre deseando ir a pasar unos meses en el campo, y siempre con el deseo! Se calló, echando una fugaz mirada a Nébel.

Nébel fijó entonces atentamente los ojos en la hermosa criatura. Era una chica muy joven aún, acaso no más de catorce años, pero completamente núbil. Tenía, bajo el cabello muy oscuro, un rostro de suprema blancura, de ese blanco mate y raso que es patrimonio exclusivo de los cutis muy finos. Ojos azules, largos, perdiéndose hacia las sienes en el cerco de sus negras pestañas.

Nébel, al verla de nuevo, sintió que sus ojos se dilataban para sorber en toda su plenitud la figura bruscamente adorada. Esperó con ansia casi dolorosa el instante en que los ojos de ella, en un súbito resplandor de dichosa sorpresa, lo reconocerían entre el grupo. Pero pasó, con su mirada fría fija adelante.

Nébel, que había descendido del estribo, afligido, corrió y alcanzó el ramo que la joven le tendía, con el cuerpo casi fuera del coche. Nébel había llegado tres días atrás de Buenos Aires, donde concluía su bachillerato. Había permanecido allá siete años, de modo que su conocimiento de la sociedad actual de Concordia era mínimo.

Arrizabalaga y la señora se reían, volviéndose a menudo, y la joven no apartaba casi sus ojos de Nébel. Este echó una mirada de desesperación a sus canastas vacías; mas sobre el almohadón del surrey quedaban aún uno, un pobre ramo de siemprevivas y jazmines del país.

Temblando fué hasta el velador y cogió el revólver, pero recordó su nueva promesa, y durante un rato permaneció inmóvil, limpiando obstinadamente con la uña una mancha del tambor. #Otoño# Una tarde, en Buenos Aires, acababa Nébel de subir al tramway, cuando el coche se detuvo un momento más del conveniente, y aquél, que leía, volvió al fin la cabeza. Una mujer con lento y difícil paso avanzaba.

Era el martes de carnaval. Nébel acababa de entrar en el corso, ya al oscurecer, y mientras deshacía un paquete de serpentinas, miró al carruaje de delante. Extrañado de una cara que no había visto la tarde anterior, preguntó a sus compañeros: ¿Quién es? No parece fea. ¡Un demonio! Es lindísima. Creo que sobrina, o cosa así, del doctor Arrizabalaga. Llegó ayer, me parece...

Doce días después Nébel debía volver al ingenio, y antes quiso cumplir su promesa. Fué allá un miserable departamento de arrabal. La señora de Arrizabalaga lo recibió, mientras Lidia se arreglaba un poco. ¡Conque once años! observó de nuevo la madre. ¡Cómo pasa el tiempo! ¡Y usted que podría tener una infinidad de hijos con Lidia! Seguramente sonrió Nébel, mirando a su rededor.