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Esperó respuesta, pero Nébel permaneció callado. ¡, usted la conoce! ¿Y cree que Lidia es mujer capaz de olvidar cuando ha querido? Ahora había reforzado su insinuación con una leve guiñada. Nébel valoró entonces de golpe el abismo en que pudo haber caído antes. Era siempre la misma madre, pero ya envilecida por su propia alma vieja, la morfina y la pobreza.

Los que estaban furiosos eran los libre-pensadores que comían de carne en una fonda todos los viernes Santos. «¡Aquel don Pompeyo les había desacreditado! »¡Vaya un libre-pensador! »¡Era un gallina! »¡Murió loco! »¡Le dieron hechizos! »¿Qué hechizos? Morfina. »El clero, milagros del clero... »Le convirtieron con opio... »La debilidad hace sola esos milagros... »Sobre todo era un badulaque...».

Si embargo, como la madre repetía sus inyecciones con una frecuencia terrible para ahogar los dolores de su riñón que la morfina concluía de matar, Nébel se decidió a intentar la salvación de aquella desgraciada, sustrayéndole la droga. ¡Octavio! ¡me va a matar! clamó ella con ronca súplica. ¡Mi hijo Octavio! ¡no podría vivir un día! ¡Es que no vivirá dos horas si le dejo eso! cortó Nébel.

¡No importa, mi Octavio! ¡Dame, dame la morfina! Nébel dejó que los brazos se tendieran inútilmente a él, y salió con Lidia. ¿ sabes la gravedad del estado de tu madre? ... Los médicos me habían dicho... El la miró fijamente. Es que está mucho peor de lo que imaginas. Lidia se puso lívida, y mirando afuera entrecerró los ojos y se mordió los labios en un casi sollozo.

La vida galante, de perfumes, de joyas, de elegantes y afrodisíacos venenos, de bacarrat, de música frívola y áureo tintinear de relucientes luises, tiene este amargo contraste del calabozo y del buriel del presidiario. El grillete disipa los sueños absurdos de morfina.

Había llegado deshecha, el pie incierto y pesadísimo, y en su facies angustiosa la morfina, que había sacrificado cuatro horas seguidas a ruego de Nébel, pedía a gritos una corrida por dentro de aquel cadáver viviente.

Durante dos años gasté en cocaína muchísimo más de lo que usted puede imaginarse. ¿Sabe usted algo de tolerancias? Cinco centigramos de morfina acaban fatalmente con un individuo robusto. Quincey llegó a tomar durante quince años dos gramos por día; vale decir, cuarenta veces más que la dosis mortal. Pero eso se paga.

Nébel, que cortara sus estudios a la muerte de su padre, sabía lo suficiente para prever una rápida catástrofe; el riñon, íntimamente atacado, tenía a veces paros peligrosos que la morfina no hacía sino precipitar. Ya en el coche, no pudiendo resistir más, había mirado a Nébel con transida angustia: Si me permite, Octavio... ¡no puedo más! Lidia, ponte delante.

Mientras yo dormía, bajo el efecto de la morfina, le había hecho, como último recurso de salvación, una inyección de almizcle para reanimar una vez más sus fuerzas: aquello era lo que la sostenía en ese momento. Pero el olor de almizcle mezclado con los vapores de fenol que llenaba la habitación como un cuerpo ponderable y palpable, me pesaba sobre la nuca y me aplastaba las sienes.

La señora Hellinger desconfiaba de él, le decía en su cara que siempre había maquinado intrigas con la muerta, y a sus espaldas agregaba que, si no hubiera prescripto soluciones de morfina de una violencia inconsiderada, la pobre Olga habría vivido en paz mucho tiempo todavía. Poco faltaba para que echara sobre el viejo amigo de la casa la responsabilidad de la muerte de su sobrina.