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El carácter del dolor es insuficiente por solo para fijar la eleccion del medicamento, pues el dolor lancinante, por ejemplo, pertenece á mas de treinta, siendo necesario atender al conjunto de síntomas característicos, á la facies del medicamento, adaptada á la constitucion del enfermo, á su género de vida, á las causas que han producido la neuralgia, cuyas circunstancias todas determinan el carácter de un medicamento en particular.

Y consta que cuando se puso de tribunal magestuoso en aquel gran teatro del Tabor, si quiso que le asistiera la mansedumbre de Moisés no quiso que le faltara asesora la ardiente espada del celo de Elías, y compuso misteriosamente en propio toda la suavidad y blandura del sol con todo el claro rigor de la nieve: Resplenduit facies ejes sicut Sol; vestimenta autem ejus facta sunt alba sicut nix x apparuerunt illis Moisés, & Elías.

Y ahora, cuando la materia parecía agotada, nos regala a Macabeo, que vale él solo más que Carpio y Gorio y todos los anteriores juntos. Habla y discurre como ellos, tiene aire de familia, y, no obstante, es distinto. Facies non omnibus una, nec diversa tamen, qualem decet esse sororum.

Pues bien, resuélveme esta dificultad. Si la superficie es el espejo, indiferente debe ser á la esencia del espejo cuanto detrás de esta superficie se pueda encontrar, puesto que lo que está detrás no afecta á la esencia de lo que está delante, id est, de la superficie, quæ super faciem est, quia vocatur superficies facies ea quæ supra videtur; ¿concedes ó no lo concedes?

Había llegado deshecha, el pie incierto y pesadísimo, y en su facies angustiosa la morfina, que había sacrificado cuatro horas seguidas a ruego de Nébel, pedía a gritos una corrida por dentro de aquel cadáver viviente.

¡Qué han de enseñar...! exclamó don Guillén, riéndose alegremente . Comprendo, comprendo.... Quiere usted darme a entender que le he metido en el Seminario para un cuarto de hora solamente y que no desea usted dilatarse en este lugar ni un minuto más de lo imprescindible. Pues ya se ha cerrado la puerta a nuestra espalda. En las narices, en los ojos, en los oídos, en la lengua, en el tacto, en el alma, recibe usted una impresión de verdín, lo que en Pilares llaman verdín; ese moho fofo y viscoso que nace, junto con las lombrices de tierra, en los rincones húmedos, sombríos y silenciosos. Estaremos en uno de esos rincones un cuarto de hora justo; viviremos luego cien años, y no se despegará de nuestros sentidos aquella sensación de verdín, de cardenillo vegetal, de frío en los tuétanos y de contigüidad con exangües lombrices, dúctiles y ondulantes cirios de cera amarilla. Estos cirios eran, claro está, mis compañeros. Los más provenían de extracción humildísima, de las breñas y entrañas del terruño labriego; pertenecían a familias de aldeanos pobres, con el peculio preciso para pagar a uno de los varones la modicísima pensión del Seminario, por entonces poco más de una peseta diaria; eran de una raza intermedia entre la pura animalidad y un rudimento de especie humana. ¡Qué facies y qué cogote, señor...! Había colodrillos perfectamente planos y obtusos, en cuya intimidad no era posible que cupiese un cerebelo. Otros colodrillos eran exageradamente apepinados y piramidales. Yo me preguntaba: ¿Dónde se les va a situar a éstos la tonsura, si no tienen espacio? Algunos de los dueños de estos colodrillos se sientan hoy a mi lado en el cabildo catedral; todos ellos están revestidos de autoridad, e imperan, en alguna medida, sobre el régimen privado de las familias y el régimen público de la sociedad. Lo curioso es que aquellas selváticas y fornidas criaturas, de frente angosta, cejas unidas, ojos montaraces y piel bronceada, apenas entraban en el Seminario adquirían el color incoloro y exangüe de la lombriz y de la cera. Y lo cierto es que, aunque muy mal (garbanzos agusanados, lentejas entreveradas con guijas, sebáceos pendejos de carne, queso ratonado, avellanas y nueces vanas), comían mejor que en sus casas. ¡Inexplicable fenómeno!