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Actualizado: 28 de junio de 2025
Una tarde, después de almorzar, en que pasaba por lo de Arrizabalaga, había sentido loco deseo de verla. Su dicha fué completa, pues la halló sola, en batón, y los rizos sobre las mejillas. Como Nébel la retuvo contra la pared, ella, riendo y cortada, se recostó en el muro.
¡Oh! se sonrió difícilmente Nébel . Mi padre tampoco lo cree. ¿Y entonces? Nuevo silencio cada vez más tempestuoso. ¿Es por mí que su señor padre no quiere asistir? ¡No, no señora! exclamó al fin Nébel, impaciente . Está en su modo de ser... Hablaré de nuevo con él, si quiere. ¿Yo, querer? se sonrió la madre dilatando las narices . Haga lo que le parezca... ¿Quiere irse, Nébel, ahora?
Para él, romántico hasta sentir el estado de dolorosa melancolía que provoca una simple garúa que agrisa el patio, la criatura aquella, con su cara angelical, sus ojos azules y su temprana plenitud, debía encarnar la suma posible de ideal. Para ella, Nébel era varonil, buen mozo e inteligente. No había en su mutuo amor más nube para el porvenir que la minoría de edad de Nébel.
Luego, inerte al lado de aquella mujer que ya había conocido el amor antes que él llegara, subió de lo más recóndito del alma de Nébel, el santo orgullo de su adolescencia de no haber tocado jamás, de no haber robado ni un beso siquiera, a la criatura que lo miraba con radiante candor.
Antes morir aquí mismo. Nébel pasó todo el día disgustado, y decidido a vivir cuanto le fuera posible sin ver en Lidia y su madre más que dos pobres enfermas. Pero al caer la tarde, y como las fieras que empiezan a esa hora a afilar las uñas, el celo de varón comenzó a relajarle la cintura en lasos escalofríos. Comieron temprano, pues la madre, quebrantada, deseaba acostarse de una vez.
¿No hay médico aquí? murmuró. Aquí no, ni en diez leguas a la redonda; pero buscaremos. Esa tarde llegó el correo cuando estaban solos en el comedor, y Nébel abrió una carta. ¿Noticias? preguntó Lidia levantando inquieta los ojos a él. Sí repuso Nébel, prosiguiendo la lectura. ¿Del médico? volvió Lidia al rato, más ansiosa aún. No, de mi mujer repuso él con la voz dura, sin levantar los ojos.
Cuando ella salió de nuevo un momento, la madre reanudó: Sí, está un poco débil... Y cuando pienso que en el campo se repondría en seguida... Vea, Octavio: ¿me permite ser franca con usted? Ya sabe que lo he querido como a un hijo... ¿No podríamos pasar una temporada en su establecimiento? ¡Cuánto bien le haría a Lidia! Soy casado repuso Nébel.
Acaso un poco separados, lo que da, bajo una frente tersa, aire de mucha nobleza o de gran terquedad. Pero sus ojos, así, llenaban aquel semblante en flor con la luz de su belleza. Y al sentirlos Nébel detenidos un momento en los suyos, quedó deslumbrado. ¡Qué encanto! murmuró, quedando inmóvil con una rodilla sobre al almohadón del surrey.
Y el muchacho, a su frente, tocándola casi, sintió en sus manos inertes la alta felicidad de un amor inmaculado, que tan fácil le habría sido manchar. ¡Pero luego, una vez su mujer! Nébel precipitaba cuanto le era posible su casamiento. Su habilitación de edad, obtenida en esos días, le permitía por su legítima materna afrontar los gastos.
Pero cuando la mano de Nébel tocó en la oscuridad un brazo tibio, el cuerpo tembló entonces en una honda sacudida.
Palabra del Dia
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