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Faltaba más de un mes aún, pero la madre hizo entender claramente al muchacho que quería la presencia de su padre esa noche. Será difícil dijo Nébel después de un mortificante silencio . Le cuesta mucho salir de noche... No sale nunca. ¡Ah! exclamó sólo la madre, mordiéndose rápidamente el labio. Otra pausa siguió, pero ésta ya de presagio. Porque usted no hace un casamiento clandestino ¿verdad?

Nébel saltó con él por sobre la rueda del surrey, dislocóse casi un tobillo, y corriendo a la victoria, jadeante, empapado en sudor y el entusiasmo a flor de ojos, tendió el ramo a la joven. Ella buscó atolondradamente otro, pero no lo tenía. Sus acompañantes se rían. ¡Pero loca! le dijo la madre, señalándole el pecho ¡ahí tienes uno! El carruaje arrancaba al trote.

No hubo tampoco medio de que tomara exclusivamente leche. ¡Huy! ¡qué repugnancia! No la puedo pasar. ¿Y quiere que sacrifique los últimos años de mi vida, ahora que podría morir contenta? Lidia no pestañeó. Había hablado con Nébel pocas palabras, y sólo al fin del café la mirada de éste se clavó en la de ella; pero Lidia bajó la suya en seguida.

Ella a su vez recordaría... Y las lágrimas de Lidia continuaban una tras otra, regando como una tumba el abominable fin de su único sueño de felicidad. Durante diez días la vida prosiguió en común, aunque Nébel estaba casi todo el día afuera. Por tácito acuerdo, Lidia y él se encontraban muy pocas veces solos, y aunque de noche volvían a verse, pasaban aún entonces largo tiempo callados.

Fué esa noche y la madre lo recibió con una discreción que asombró a Nébel, sin afabilidad excesiva, ni aire tampoco de pecadora que pide disculpa. Si quiere verla... Nébel entró con la madre, y vió a su amor adorado en la cama, el rostro con esa frescura sin polvos que dan únicamente los 14 años, y el cuerpo recogido bajo las ropas que disimulaban notablemente su plena juventud.

Tenía en la mano la jeringuilla, y fijó en Nébel su mirada espantada. ¿Hace mucho tiempo que usas eso? le preguntó él al fin. murmuró Lidia, doblando en una convulsión la aguja. Nébel la miró aún y se encogió de hombros.

Tras una rápida ojeada a la incómoda persona, reanudó la lectura. La dama se sentó a su lado, y al hacerlo miró atentamente a Nébel. Este, aunque sentía de vez en cuando la mirada extranjera posada sobre él, prosiguió su lectura; pero al fin se cansó y levantó el rostro extrañado. Ya me parecía que era usted exclamó la dama aunque dudaba aún... No me recuerda, ¿no es cierto?

Los pómulos saltaban ahora, y los labios, siempre gruesos, pretendían ocultar una dentadura del todo cariada. , estoy muy envejecida... y enferma; he tenido ya ataques a los riñones... y usted añadió mirándolo con ternura ¡siempre igual! Verdad es que no tiene treinta años aún... Lidia también está igual. Nébel levantó los ojos: ¿Soltera?

Pero Nébel, en loca necesidad de movimiento, se despidió allí mismo, y huyó con su ramo cuyo cabo había deshecho casi, y con el alma proyectada al último cielo de la felicidad. Durante dos meses, todos los momentos en que se veían, todas las horas que los separaban, Nébel y Lidia se adoraron.

Este con el corazón apretado, revivía nítidas las impresiones enterradas once años en su alma. Y todo esto por falta de relaciones... ¡Es tan difícil tener un amigo en esas condiciones! El corazón de Nébel se contraía cada vez más, y Lidia entró. Estaba también muy cambiada, porque el encanto de un candor y una frescura de los catorce años, no se vuelve a hallar más en la mujer de veintiséis.