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Actualizado: 22 de junio de 2025


Cerca del anochecer vió pasar á un jinete solo, que bajaba la cabeza obstinadamente. Era Ricardo Watson. Se dió cuenta, por su traje cubierto de polvo y por el aspecto de su cabalgadura, que no venía del entierro como los otros.

¡Porque los compré!... ¿Y para qué los compraste? Por no ser menos que . Bueno, contesta: ¿dónde están?... Ricardo los guardó, pero yo no dónde. ¡Qué fastidio!... ¡José! dijo Lorenzo alzando la voz. ¿Señor? Hágame el servicio de ver en nuestro dormitorio... o por ahí... si están unos diarios... y tráigamelos. Don Ricardo los guardó en el baúl, señor... pero se llevó la llave.

Mi buena y queridísima amiga: debo comenzar por pedirte dos veces perdón: primero por haber lanzado a los cuatro vientos de la publicidad tu sabrosa carta desde «Los Carpinchos», contando con singular donaire expresivo tus cuitas, las volteretas de vuestra fortuna, tu excelente conformidad, el brío emprendedor de Ricardo en la estancia y sus esperanzas y las tuyas en un próximo y brillante porvenir.

, como muchos, no concibes que haya interés más que en tus iguales: para ti los del Jockey o los del Círculo... fuera de eso... nadie vale nada. Por lo pronto, hace más de un año que no voy al club. No irás, Ricardo, por cualquier razón; pero no por frecuentar a gente de otra clase. ¿Y qué? ¿Supones que deje de ir al Círculo por visitar a los señores maquinistas?...

Otro de sus asombros había sido oírse llamar con un nombre que no era el suyo. ¿Quién podía ser aquel Ricardo?... Pero en la hora de dulces y soñolientas explicaciones que siguen a las de locura y olvido, ella le había hablado de la impresión que sintió en Bayreuth al verle por primera vez entre las mil cabezas que llenaban el teatro. ¡Era él... él, como le representaban sus retratos de joven!

Te ha puesto zalamero el telegrama... No, Ricardo; la zalamería, cuando no es ingénita, es contagiada. Yo no te he dicho que seas zalamero. Y como ustedes tampoco lo son, y yo no estoy más que con ustedes, quiere decir... Te dije que te habías puesto zalamero con el telegrama.

Y siempre esperando compradores fantásticos que vendrían de Inglaterra, de Francia, de no dónde, para hacer ferrocarriles y obras de riego y qué yo cuántas cosas más. Yo, que estoy por lo positivo, le decía: «Vende, Ricardo, vende». Sólo pude lograr que vendiera unos terrenos. Le pagaron una barbaridad. Y nos fuimos a Europa.

Un día, hallándose destinado ya en el parque de Sevilla, le llamó el coronel a su pabellón y le preguntó: ¿Hace muchos días que no ha recibido usted carta de su madre, Peñalta? Ricardo se puso pálido como un muerto. ¿Qué pasa, mi coronel, qué pasa? No se sofoque usted, criatura. por una casualidad que se encuentra un poco enferma.

Una de las señoritas de Delgado se llevó el pañuelo a los ojos, declarando en voz baja a los que estaban cerca que desde hacía poco tiempo se le saltaban las lágrimas por cualquier cosa. ¡Qué majadero es este don Serapio! Con tanto mover la frente se le va a correr hacia atrás el peluquín. No seas malo, Ricardo; ten un poco de caridad y déjale al pobre que goce sin ofender a Dios ni al prójimo.

Después de los cariñosos saludos de costumbre y de un breve preámbulo sobre asuntos insignificantes, sentados madre e hijo en cómodos sillones y enfrente ella de él, la Condesa entró en materia de este modo: Bien conoces , Ricardo mío, que yo me he pasado contigo de indulgente. Así he perdido toda fuerza moral, y apenas si me siento con autoridad y valor para darte un consejo.

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