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Actualizado: 24 de junio de 2025
Había ido poco antes a Bayreuth para una representación de las óperas de Wagner, y ahora, en la capital de Baviera, asistía al teatro de la Residencia, donde se verificaba el festival de Mozart. Jaime no era melómano, pero su vida errante le obligaba a ir donde iba la gente, y su condición de pianista aficionado le había hecho asistir dos años seguidos a esta romería musical.
¡Si El te oyese! decía con convicción tengo la certeza de que se mostraría satisfecho. Y así corrieron el mundo los dos. En primavera contemplándole ella desde lejos, con la batuta en la mano, haciendo surgir alada y victoriosa la gloria del maestro de las masas de instrumentación que se ocultaban en la bávara colina de Bayreuth, en el foso llamado el Abismo Místico.
Otro de sus asombros había sido oírse llamar con un nombre que no era el suyo. ¿Quién podía ser aquel Ricardo?... Pero en la hora de dulces y soñolientas explicaciones que siguen a las de locura y olvido, ella le había hablado de la impresión que sintió en Bayreuth al verle por primera vez entre las mil cabezas que llenaban el teatro. ¡Era él... él, como le representaban sus retratos de joven!
El maestro alemán se dejaba adorar; recibía todas las caricias del entusiasmo y del amor con la distracción de un artista que, preocupado con los sonidos, acaba por odiar las palabras. Enseñaba su idioma a Leonora para que algún día pudiese cantar en Bayreuth, realizando su más ferviente deseo, y la infundía el pensamiento que había guiado al maestro al trazar sus principales protagonistas.
Palabra del Dia
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