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Actualizado: 10 de junio de 2025
Habían minado con todos los explosivos sobrantes de la guerra el Casino, la plaza, la ciudad. Yo subí, aturdido, hasta las nubes, pero pude ver cómo desaparecía Monte-Carlo y hasta el peñón de Mónaco, ocupando el mar, con una ola gigantesca, el sitio de las tierras desaparecidas. Y cuando volví a caer... Despertó usted dijo Novoa.
Y cuando el director le veía entrar de tarde en tarde, con un aire decidido, en el ambiente reposado y silencioso del Museo; cuando reparaba en sus trajes flamantes, en la exactitud con que seguía las modas masculinas, balanceaba la cabeza melancólicamente. No era el primero. ¡Ah, Monte-Carlo!... Los viejos profesores miraban con un ceño de profeta á la ciudad de enfrente.
Un gentleman aviejado y cada vez más flaco, que juega y pierde en los primeros días de todos los meses, dice con desesperación á los que le escuchan, cuando ve desaparecer sobre el tapete sus últimas fichas: Yo soy el lord Lewis que aparece en ese libro sobre Monte-Carlo, escrito por «Ibanez», el novelista español.
Necesita hablar con la hija del jardinero, una mocosa que él ha visto andar á gatas, pero que ya tiene diez y seis años y no ofrece mal aspecto. Trabaja en una sombrerería de Monte-Carlo, y sigue las modas lo mismo que una señorita. El coronel cuida de la renovación de sus zapatos de altos tacones, de sus faldas cortas, de sus boinas y sombreritos, de sus collares de falso ámbar.
Me sonreía como á alguien que se recuerda con vaguedad, pero tal vez creyéndome, otro. Fijaba sus ojos en Monte-Carlo, que estaba á nuestros pies, á vista de pájaro. Así debe pasar las horas y las semanas. Su cara es de palo, de arcilla cocida; habla poco, y nadie puede adivinar sus impresiones.
En la mesilla de noche estaba abierto el último ejemplar de la Revista de Monte-Carlo, conteniendo estadísticas de todos los números gananciosos durante la semana anterior en las diversas mesas; lectura interesante, con misteriosas acotaciones, que había desvelado á Alicia tal vez hasta la madrugada.
Avanzó por el jardín, dejando á sus espaldas la «villa». Le pareció más grande al quedar abandonada, y que su silencio ceñudo é irritado equivalía á una protesta muda. «¿Para eso la habían construído, gastando tan enormes cantidades?...» Por la carretera inmediata se deslizaban tranvías y carruajes repletos de gente de Monte-Carlo que iba en busca de un pedazo de mar sonriente, de un grupo de pinos, de una altura panorámica.
Las gentes lo apodan «el queso», por su forma, y algunos especializan llamándolo «el camambert». En torno de su baranda y en los bancos adosados á ella vivía el alma de Monte-Carlo, se encontraban las gentes, cambiando chismes y murmuraciones, pidiendo noticias á los que salían del Casino, comentando la fortuna ó la desgracia de los jugadores célebres.
Ese teatro de Monte-Carlo resulta, en ciertos días, el templo de la imbecilidad musical... No; mejor será que conozca lo que damos esta tarde. Es la obra de una millonaria que lo escribe todo, música y versos. Y leyó en alta voz los títulos de varías «escenas pintorescas»: Diálogo entre la mariposa y la rosa, Lo que la palmera le dijo al agave, Plegaría de la cigarra á nuestro padre el Sol.
Monte-Carlo es así: muy chico para los que van al Casino y se rozan á todas horas; enorme, como una gran capital, para los que no se acercan á las salas de juego... El príncipe me pregunta por ella muchas veces. Parece que no ha conseguido verla después de la tarde del telegrama. Novoa recobró su gesto enigmático al oir el nombre de Lubimoff.
Palabra del Dia
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