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Actualizado: 10 de mayo de 2025
Examina al príncipe con una mirada errante, detiene los ojos en su brazo rígido, estrecha después con efusión su mano izquierda. Usted es un hombre, Lubimoff. Usted sabe hacer las cosas... Y en estas palabras hay un reproche contra él, que no puede despegarse de Monte-Carlo, que aquí vivirá y morirá haciendo siempre lo mismo. Sin embargo, este es un gran día.
Mónaco estaba á la vista, al otro lado del puerto; un tranvía lo liga con Monte-Carlo cada veinte minutos, y no obstante, ella hizo su proposición lo mismo que si hablase de un país remoto.
Otras noches, sentados en la loggia, escuchaba el príncipe á Novoa ante el nocturno espectáculo del cielo y del mar. No había más luz que el velado resplandor que llegaba desde un salón lejano. La costa estaba obscura. La silueta de Monte-Carlo y de Mónaco se recortaba sobre el fondo estrellado, sin un solo punto rojo.
Acababa de escribir Mare nostrum, y la soledad de esta costa junto al frecuentado camino de Niza á Monte-Carlo parecía armonizarse con los recuerdos de mi novela reciente. Pero las noticias del gran choque europeo nos llegaban con enorme retraso, como si procediesen de un mundo lejanísimo.
Después de echar un vistazo detrás del castillo, se decidió por el patio, limpio de árboles. Colocaría á los contendientes de modo que sus figuras no resaltasen sobre un fondo de pared. Lewis, á pesar de sus prisas, creyó necesario hacer los honores de la casa. «¿Una copa de whisky?...» Como no le habían dado tiempo para prepararse, y él habitaba ahora en Monte-Carlo, su despensa estaba vacía.
Hasta una sobrina suya, de precaria salud, había sido condecorada en la línea de fuego por sus abnegaciones de enfermera. Y yo, miserable egoísta decía al hablar con el coronel en el Casino , soy simplemente un jugador en Monte-Carlo. Debería ir allá, donde están los hombres; pero no puedo... ¡no puedo!
¡Si tuviese el mismo dinero que antes, cuando tu madre vivía aún, y nos encontrábamos en Monte-Carlo!... Pero entonces yo no sabía lo que sé ahora. Jugaba por aturdirme, por saborear la emoción de la pérdida, que en realidad no me afligía mucho. Sólo apuntaba con placas de mil francos. Creía denigrante tocar otras con mis manos, y además nunca las arriesgaba solas.
El coronel, que vivía muchos años en Monte-Carlo sin tropezarse con otros compatriotas que los que encontraba alrededor de las mesas de ruleta, había sentido un orgullo patriótico al conocer á este profesor, dos meses antes. ¡Un sabio!... ¡un famoso sabio! exclamaba al hablar de su nuevo amigo . Para que digan luego que todos los españoles somos brutos...
Ya habían visto; ya podían afirmar que Monte-Carlo no guardaba secretos para ellos. Los empleados de levita negra abrieron una de las mamparas, saludando al príncipe como á un antiguo conocido. Era la primera vez que entraba en los salones de juego después de su vuelta.
Ahora lo recuerdo con desprecio. Por eso vivo en Monte-Carlo: tengo la corazonada de que la suerte volverá á buscarme aquí y no en otra parte. ¿Tú no juegas? Se irritó Miguel ante esta pregunta. ¿No le había dicho que estaba arruinado? ¿Iba á imitarla á ella, que empeoraba su situación perdiendo los restos de su fortuna? ¡Arruinado! exclamó Alicia . Tu mala época no puede ser larga.
Palabra del Dia
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