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Actualizado: 10 de mayo de 2025


Buscaría en la mañana siguiente á un viejo doctor de Monte-Carlo que visitaba de tarde en tarde al príncipe. Necesitaba pólvora y balas; también se propuso buscarlas al otro día. Necesitaba dos cajas de pistolas, ¡y sólo tenía una!... Esto de las dos cajas lo consideraba esencial. Los padrinos del otro no sabían dónde encontrar la suya. No importa; él se encargaba de buscarla.

Apresuró el príncipe sus operaciones de limpieza. Sentía la necesidad de salir, como si sus jardines le pareciesen estrechos. A lo lejos sonaban las campanas de Monte-Carlo, más lejos aún respondían las de Mónaco, y este repiqueteo hacía vibrar la frágil y clara atmósfera como una copa de cristal. Bajó las escaleras lentamente, procurando no hacer ruido, y al llegar á la verja respiró satisfecho.

Cuando sus amigos no lo encontraban en Monte-Carlo, era que carecía de dinero y estaba en su castillo contemplando melancólicamente todo lo que le quedaba por hacer. Vivía en una ala, la menos inacabada, y entretenía su soledad batallando con los rústicos vecinos, con los proveedores, con todos los del país, que se consideraban obligados á molestarle y explotarle de mil modos.

Caminó ligeramente hacia Monte-Carlo. Pasaba ante las «villas» y los jardines como si sus pies tomasen nuevo impulso al tocar el suelo, como si en la atmósfera primaveral se hubiesen disminuído las leyes de la gravedad. Dentro de la población se detuvo ante las gradas de la iglesia de San Carlos.

Cuanto más engordase la víctima, mejor sería mi venganza. ¡El negocio que hizo Monte-Carlo!... Como no quedaba juego en el mundo, todos los jugadores acudían á este país. La ciudad se había dilatado, llegando hasta las cumbres de los Alpes; los cuarenta millones que ganaba el Casino en los años buenos, eran ahora cuatro mil.

Esta meseta salvaje era apodada, por sus grutas, «Las Espeluncas». Algo de lo que ha visto usted en el Museo Antropológico de Mónaco: hachas de piedra, restos humanos, etc., procede de esas cavernas... Y la meseta abandonada se convirtió, en una docena de años, en la gran ciudad de Monte-Carlo, de fama mundial, dejando obscurecido y casi olvidado en el peñón de enfrente al histórico Mónaco, que no es ya mas que uno de sus arrabales.

Estaban sentadas en los divanes de los ángulos, conversando entre ellas, mirando á los grupos de jugadores con un aire de empleadas que descansan después de cumplido su deber. Habían llegado á Monte-Carlo muchos años antes, con joyas, con miles de francos, con un hombre que sufría sus desigualdades de humor y encima daba dinero; y todo se había volatilizado en las mesas del Casino.

Hablaron del juego y del Casino, pero nadie se atrevió á preguntar al inglés si había ganado. Temía supersticiosamente esta pregunta, como algo que llamaba á la desgracia. En cambio, habló de la fortuna de los otros, de las grandes ganancias conseguidas en una noche. Guardaba en su memoria todo lo que le habían contado ó lo que él había creído ver durante veinticinco años de vida en Monte-Carlo.

Se despide de él, con la promesa de revelarle la combinación preciosa en un diván de los salones privados, cuando entre en el Casino. Piensa Lubimoff en su existencia de los últimos meses, en sus aventuras de soldado, en su herida, en todo lo que le ha ocurrido á él y al mundo entero mientras este músico permanecía fijo en Monte-Carlo sin admitir otra realidad que el revoloteo de la Quimera.

No sabía qué decirle, pero necesitaba verlo para no estar solo. Se presentó una de las criadas viejas, anunciando que el coronel se había ido á Monte-Carlo. ¡Este también! dijo el príncipe. Tomó su sombrero y su gabán para escapar al tedio de una tarde de domingo pasada á solas. Además, una fuerza indefinible tiraba de él igualmente hacia la inmediata ciudad.

Palabra del Dia

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