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Actualizado: 10 de mayo de 2025


Además, las privaciones, generales en toda Francia, aún resultaban mayores y más penosas en este olvidado rincón. Al fin me trasladé al Principado monegasco, que veía diariamente desde mis ventanas, avanzando su doble ciudad de Mónaco y Monte-Carlo sobre la llanura azul del mar.

Era como un decorado de teatro, partido en varios términos: primero las «villas» sueltas rodeadas de árboles, con balaustres blancos y chorreando flores sus murallas; luego el núcleo de Monte-Carlo, sus hoteles enormes erizados de cúpulas y torrecillas, y en el fondo, esfumados por la distancia y el polvo dorado flotante en la atmósfera, el peñón de Mónaco y sus paseos, la enorme masa del Museo Oceanográfico, la catedral, de un blanco crudo y reciente, y las torres cuadradas y almenadas del palacio del Príncipe.

Y por una necesidad de exteriorizar su gran perturbación interior, siguió hablando, sin fijarse en si el príncipe le escuchaba. El encuentro había sido cerca de la estación de Monte-Carlo, junto á la vía férrea. El iba acompañando á dos señoras, una de las cuales le interesaba mucho. Eran franceses.

En París me molestaban de cerca mis acreedores; por eso me vine á Monte-Carlo, y jugué para distraerme y para vivir. «Hay el amor», me decía un viejo académico amigo mío, con intenciones egoístas, para ser el primero en aprovecharse del consejo. ¡Imagínate : el amor-pasión, el amor generoso, como único remedio de las tristezas de la vida, y á estas horas! ¡Ojalá pudiera ser!... Pero me siento vieja; yo tengo dos mil años... eres más joven, pero cuentas siglos también. ¡El amor á nosotros!...

Una desesperada curiosidad le hizo pasar el día entero en Monte-Carlo. Volvió á encontrarse con Martínez. El oficial siguió adelante, apartando su mirada para no verle; pero el príncipe creyó sorprender en sus ojos una expresión fugitiva de lástima generosa, la conmiseración hacia un rival desgraciado é inofensivo. También llevaba flores: indudablemente distintas á las del día anterior.

Estaba en un picacho de los Alpes Marítimos, á la vista de Monte-Carlo, cerca del pueblo de La Turbie y de los restos del Trofeo de Augusto, que marcan el emplazamiento de la antigua vía romana.

Los últimos en sentir la atracción de Monte-Carlo eran los alemanes; pero Castro los había visto llegar en masa en los últimos años, aportando al juego el mismo sistema reposado, metódico y minuciosamente científico que aplican á la disciplina de cuartel, á la organización de la industria ó á los trabajos de laboratorio. Se les conocía apenas entraban en las salas.

Iban á empezar los diarios oficios, y los devotos residentes en Monte-Carlo acudían también, uniéndose á los venidos de fuera. Todos subieron á la vez las gradas de mármol, siguiendo sus tres caminos de alfombra sujeta por varillas de bronce que brillaban al sol.

Aquel adversario mediocre no podía ejercitarse á estas horas; le faltaban los medios en Monte-Carlo, donde no tenía otras amistades que las de los compañeros convalecientes y algunas damas. ¡El, en cambio!... Extendió su brazo musculoso, teniéndolo rígido unos segundos con la vista fija en el puño. Ni el más ligero temblor: colocaría su bala donde quisiera.

Los marineros, después de atravesar el caserío de Monte-Carlo entre estandartes y aclamaciones, entraban en pleno campo, perdiéndose sus gritos sin eco alguno. Por esto su atención se concentró en aquella terraza florida y en el hombre asomado á ella. Fué como una revista: los vagones, uno por uno, se animaban al pasar ante el príncipe.

Palabra del Dia

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