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Actualizado: 10 de mayo de 2025
Todo lo había dejado en la ruleta, absolutamente todo. En el hotel había pedido que anotasen su almuerzo, entregando sus últimos francos á los camareros como propina. Alicia acogió su preocupación con grandes risas. ¡Un Lubimoff no teniendo con qué pagar á un cochero de punto!... Unicamente en Monte-Carlo podían verse estas cosas. Yo pagaré, pobrecito mío.
Según Castro, había pasado de moda esto de matarse en Monte-Carlo; resultaba una falta imperdonable de buen gusto; lo discreto era irse lejos y desaparecer sin ruido. Además, la policía de la casa tenía buen ojo para conocer á los desesperados, y les facilitaba un billete de ferrocarril, aconsejándoles que se matasen buenamente en Marsella, ó cuando menos en Niza ó Mentón.
El coronel volvió á acordarse del viejo campesino que, apacentando sus ovejas en la ladera alpina, pasaba las horas con los ojos fijos en la maravillosa ciudad extendida á sus pies, en el mismo lugar que había visto de joven cubierto de matorrales. Entonces nació Monte-Carlo. Frente al peñón de Mónaco, formando la otra ribera del puerto, había una meseta abandonada.
Lubimoff recordó la impresión de extrañeza que despertaban al atravesar la plaza del Casino estos frailes descalzos cuando bajaban en grupo á Monte-Carlo. Pasó bajo una galería cubierta que formaba arco entre dos casas. Un gran descampado, una llanura, se abrió ante él. Era la plaza del Palacio.
Vestido siempre con elegancia, viviendo en hoteles caros y sin ninguna renta conocida, el coronel sospechaba una serie de empréstitos amistosos hechos al príncipe. Pero éste había permanecido ausente de Monte-Carlo casi desde el principio de la guerra, y don Marcos encontraba á Castro todos los inviernos instalado en el Hotel de París, apuntando en el Casino, tratándose con gentes ricas.
Además, y esto es lo peor, ve cómo los demás que fueron prudentes siguen su vida dulce á la sombra del Casino, y el tiene que buscar una nueva profesión, un trabajo mas duro... Tan intolerable resulta este martirio, que acaba por huir á una ciudad lejana, para que transcurran unos cuantos años y le perdonen. Don Marcos volvió á hacer el elogio de Monte-Carlo.
El pianista escuchaba con ojos de asombro y de codicia los relatos del «Decano». Castro se mostraba más escéptico. Había oído contar estas ganancias inauditas y otras muchas, pero sin presenciar una sola de ellas, y eso que llevaba también bastantes años viniendo á Monte-Carlo.
Jamás le faltaba dinero para estos viajes misteriosos; sin duda su familia tenía interés en mantenerlo lejos. Tardaba en reaparecer tres meses ó cinco años; hasta que el público rumor hacía saber á Lewis que su amigo vivía en Cannes ó en Niza, y le enviaba carta tras carta, invitándolo á trasladarse á Monte-Carlo.
El carruaje pasó entre dos torrecillas con montera de tejas que marcan la entrada al recinto de Mónaco. El puerto quedaba muy abajo, con sus buques empequeñecidos. Al otro extremo de la plaza de agua brillaban las cúpulas de los numerosos hoteles de Monte-Carlo, sus fachadas policromas, los vidrios de balcones y miradores. No se llegaba á distinguir la gente.
Alicia no insistió, encontrando muy justa la observación. La rusa de Niza era vieja y horrible comparada con ella. Además, le parecía regular y lógico que todos los huéspedes se enamorasen de su persona. «La Generala» le había sugerido otro proyecto. Podía instalar en Monte-Carlo una casa de té, muy elegante. El atractivo de verla á ella en el mostrador haría correr á la gente.
Palabra del Dia
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