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Actualizado: 30 de abril de 2025
El tuvo fuerzas para disimular, exclamando con desprecio: ¡Me había de batir yo con ese canalla! ¡Nunca!... Le mataré donde le encuentre... Creyó en sus palabras; pero volvió a decirle con voz conmovida: Hazlo por tus inocentes hijas. Por mis hijas... y por ti respondió acariciándole afectuosamente el rostro con la mano. Y se apresuró a alejarse, porque la emoción le ahogaba.
Me faltaba aire, me ahogaba en mi habitación estrecha, sin horizonte, sin alegría, sin más vistas que la alta barrera de muros grises, almenados, bajo los cuales apenas se veía volar, por rara casualidad, alguna gaviota.
Su Eminencia se ahogaba, debatiéndose entre aquel círculo de manos que le agarraban instintivamente. ¡Aire...! rugió , ¡aire...! ¡Quítense de delante con mil porras! ¡Que me lleven a casa!
Otra vez cantó: Por Dios te lo pido, niña, y te lo pido llorando, ¡Cristo de la Espirasión! que no le cuentes a nadie lo que a mi me está pasando. Todos palmotearon fuertemente, menos yo, a quien ahogaba la emoción. La madre Florentina exclamó: ¡Vaya, basta de locuras! Pueden enterarse los de fuera, y sería muy feo. Ahora me toca a mí, madre dijo el malagueño tomando la guitarra.
Por la noche escondía la cabeza bajo las almohadas y las sábanas, de tal manera que se ahogaba; pero no se atrevía a sacarla, aunque la habitación estaba bien alumbrada y frente a la cama dormía una enfermera, a quien el doctor, en vista del estado inquietante de Petrov, había encargado de vigilarle toda la noche.
El Gran Capitán no pudo continuar, porque la pena ahogaba su voz; D.ª Gregoria se llevó también la punta del delantal a los ojos, y Santorcaz, más serio y grave que antes, respetaba el dolor de sus dos amigos. Me han asegurado dijo, después de una pausa que ese D. Pedro Velarde iba a comer todos los días en casa de Murat. ¿Es que simpatizaba con los franceses?
Á las once de la mañana, navegando en plena laguna, se sirvió el almuerzo, sentándose á la mesa el capitán, antiguo lobo marino de la carrera del Cabo, que le ahogaba el calor de la caldera, la estrechez del barco, lo limitado del horizonte, y más que todo, el agua dulce, que en tres palmos de fondo batían las palas de las ruedas.
No sabía yo por dónde dirigirme. Llegaron a mis oídos voces conocidas, sonó en la cerradura de la puerta contigua ruido de llave, y salió mi tía Pepa, tendiendo los brazos. ¡Muchacho! ¡Muchacho! Mi Rorró, ven, ven para que te abrace! Estrechándome, repetía con su locuacidad de siempre: ¡Niño de mi alma! ¡Si estás tan alto que no te alcanzo! Entra para que te veamos. La emoción la ahogaba.
Muchacha... ¿es que vas a darme lecciones? ¿Te has vuelto loca? Usted sí que está chocho; pero yo no puedo evitarlo. ¿Qué adelantaría con tirar de la manta? La tía se moría del sofocón. O me ahogaba. Pues lo dicho. En cuanto alguien sepa, por culpa de usted, dónde vivo yo, sabrá doña Frasquita dónde tiene usted la querida.
Si quieres dijo Lorenzo, encárgame algo para tu casa. Les das recuerdos. O para Clota. «Y le dices al viejo que le voy a escribir... y que yo iré dentro de unos días» volvió a repetir Melchor. ¡Cuanto antes, Melchor! le dijo Lorenzo bajo la presión de una emoción tan intensa que casi le ahogaba la voz. ¡Cuánto antes!... tú no debes quedarte aquí. Y me quedo.
Palabra del Dia
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