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Actualizado: 30 de abril de 2025


No mezcle usted mi casa en este asunto. ¡Bonita excusa! tronó el gigante. ¿Qué galimatías es ése? ¿No forma usted parte de la razón social Esteven y Compañía? Pues la casa Esteven y Compañía es la responsable de sus operaciones comerciales. El chico se ahogaba; ¡no poder tapar la boca de aquel animal! Ensayó domesticarlo, con frases cariñosas y acento humilde.

Aun en medio de su angustia, encontró el gesto enérgico y sus antiguos votos de soldado para rechazar a los enemigos. Se ahogaba, pero no quería que lo viesen los canónigos. Adivinaba en muchos de ellos la satisfacción tras el gesto compungido. ¡Que nadie le tocase! ¡

Hágame el favor... Quizás todo habría concluido de un modo pacífico; pero la Delfina se levantó de repente, poseída de la rabia de paloma que en ocasiones le entraba. ¡Ánimas benditas! De un salto salió al gabinete. Estaba amoratada de tanto llorar y de tantísima cólera como sentía... No podía hablar... se ahogaba.

Nuestro héroe, durante un rato, no pudo articular palabra. La voz se ahogaba en su garganta. Estrechó contra su corazón aquél frío cuerpo inanimado, cubriéndolo de besos ardientes. La señora tenía abiertos los ojos, y miraba con melancólica dulzura á su fiel adorador. A pesar de sus horribles heridas y del lastimoso estado de su cuerpo, la noble dama vivía.

Martín se ahogaba en aquel antro, y sin tomar el postre, se levantó de la mesa para marcharse. El extranjero le siguió y salieron los dos a la calle. Lloviznaba. En algunas tabernas obscuras, a la luz de un quinqué de petróleo, se veían grupos de soldados. Se oía el rasguear de la guitarra; de cuando en cuando una voz cantaba la jota, en la calle negra y silenciosa.

El pobre Matacardillos sabía que iba a morir de un momento a otro. Ya no dormía en la cama, se ahogaba, vivía casi artificialmente clavado en su sillón de paja, sin poder servir una copa, acogiendo con sonrisa triste a los arrieros y gañanes que le hablaban de su cara de salud y de su gordura, asegurando que se quejaba de vicio. Don Fernando debía volver alguna vez a verle.

¡Muy bien! dijo su padre dando pataditas en el suelo para desahogar la inquietud que le consumía . Pues ahora te pongo delante al propio boticario ese, y al mejor mozo y más rico y más honrado y decente de Sevilla, y te vuelvo a decir: elige. A Leto, insistió Nieves. ¡Canástoles! exclamó don Alejandro en los últimos extremos ya de la congoja que le ahogaba : ¡qué aberraciones, hombre!

Salte a la terraza». Las más de las veces negábase Rosalía. «No estoy yo para paseos... déjame». Pero algunas tardes salía. El señor de Pez la acompañaba. Un día que él salió primero, porque verdaderamente se ahogaba en el caldeado gabinete, la vio aparecer con su bata grosella, adornada de encajes, abanicándose. Estaba elegantísima, algo estrepitosa, como diría Milagros; pero muy bien, muy bien.

Pero cuál fue la sorpresa de D. Fernando al encontrar á su hija mas querida en aquella situacion; aquellos ojos desencajados, aquel rostro cadavérico, y aquella errante mirada! Cuando se le venia á la memoria lo que habia sido causa de que su hija estuviera en aquel estado, la pena lo ahogaba, y gruesas lágrimas surcaban sus mejillas.

Al reconocer al doctor, con el que había disputado más de una vez en casa de Sánchez Morueta, el viejo mostró en sus gestos cierta esperanza. ¡A ver si podía salvarlo con aquella ciencia que había ensalzado tantas veces al discutir con él! No podía dormir, no podía acostarse; se ahogaba. Aresti conoció á primera vista la gravedad de su dolencia.

Palabra del Dia

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