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Algún tiempo se distinguió la cara de Lucía, sofocada y bañada en llanto, y su pañuelo que se agitaba, y oyose su voz diciendo: Adiós, papá..., padre Urtazu, adiós, adiós.... Rosario.... Carmen..., abur.... Al fin se perdió todo en la distancia, la escamosa sierpe del tren revelose a lo lejos por una mancha obscura, luego por desmadejado penacho de turbio vapor, que presto se disipó también en el ambiente.

Se desarrollaron paralelamente en Lucía el espíritu y el cuerpo, como dos compañeros de viaje que se dan el brazo para subir las cuestas y andar el mal camino; y ocurrió un donoso caso, que fue que mientras el médico materialista, Vélez de Rada, que asistía al señor Joaquín, se deleitaba en mirar a Lucía, considerando cuán copiosamente circulaba la vida por sus miembros de Cibeles joven, el sabio jesuita, padre Urtazu, se encariñaba con ella a su vez, encontrándole la conciencia clara y diáfana como los cristales de su microscopio: sin que se diesen cuenta de que acaso ambos admiraban en la niña una sola y misma cosa, vista por distinto lado, a saber: la salud perfecta.

Y el Padre Urtazu se tiraba enérgicamente de los cortos cabellos entrecanos que en sus sienes crecían, fuertes como matas de abrojos. ¿Qué dice a eso la chica? interrogó después de súbito. No hemos hablado aún.... ¡Pues eso es lo primero, desgraciado! ¡Ay, que con los años se nos va reblandeciendo la mollera! ¿A qué aguarda? Vélez de Rada fue todavía más terminante y categórico.

Yo no he pensado despacio en esas cosas, ni cómo será el enamorarse; pero se me figura que debe ser así... más de bullanga, y que entrará... vamos, más de prisa y más recio. Pero esos amores de bullanga, ¿qué falta hacen para ser buenos casados? Yo supongo que ninguna. Para ser buenos casados, dice el Padre Urtazu que lo preciso es la gracia de Dios... y paciencia, mucha paciencia.

Padre Urtazu dijo la desposada llegándose al que su negra faja declaraba por jesuita, y, asiéndole la mano, sobre la cual cayeron a un tiempo sus labios y dos lágrimas, claras como agua , pida usted a Dios por .... Y acercándose más, añadió bajito: Que si papá tiene algo, me lo avise usted, usted ¿verdad?

Para los que, conociendo el estilo verbal del Padre Urtazu, sientan deseos de enterarse del epistolar que usaba tan claro varón, será cosa de gusto la esquela que a continuación se inserta: «Lucigüela de mis pecados: ay, hija, ¡y qué bien pintamos las cosas para dejar a nuestra personita en el lugar más lucido! Misericordia, ¿eh? ¡yo te daré la misericordia!

Solía decir el padre Urtazu, adelantando el labio con su acostumbrado visaje: Estamos dormiditos, dormiditos; pero ya yo que no estamos muertecitos... y el día en que nos despertemos... tendrá que ver. Dios quiera que para bien sea.

Y añadió : El peor aprieto es ser más terco que una mula, con perdón sea dicho, y creer que el pobre Padre Urtazu sólo entiende de sus piedras y de sus astros y de su microscopio, y es un bolonio, un simplón, para aconsejar en la vida.... No me aflija usted más, Padre. Harto tendré con no ver a Lucía en qué yo qué tiempo. Sólo me faltaba que también salga mal la cosa, y que pase ella penas....

El Padre Urtazu no diría, de seguro, otra cosa. ¡Y tan infelices como son! ¡Madre mía del Rosario! Inclinó la niña la pensativa frente, y quedose anodada, aturdida por el golpe repentino. El sentimiento religioso, dormido hasta entonces, con todos los demás, en el fondo de su alma plácida y serena, despertábase potente al impensado choque.

¡Pues qué es usted.... Dios mío! Y Lucía cruzó acongojada las manos. Lo que el Padre Urtazu llamaría... un incrédulo. ¡Ah! gritó ella con ímpetu . El Padre Urtazu diría que son unos malvados los incrédulos todos. Pudiera añadir el Padre Urtazu que todavía son más infelices. Es verdad replicó Lucía trémula aún, como arbusto sacudido por el cierzo . Es verdad: todavía más infelices.