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Sea quien fuere, parece por su aspecto noble y caballeresco el tipo legendario del capitán español de aquellos tiempos. Representa su franca fisonomía más de cincuenta años: tiene la mirada expresiva, el pelo corto, el bigote y la gran perilla entrecanos. Resguarda su pecho una rica armadura entallada y damasquinada con listas de oro, y lleva guanteletes de lo mismo.

Aquélla y ésta eran de las que tienen el privilegio de no ser nunca olvidadas, pues su curva nariz, sus cabellos entrecanos, su barba echada hacia afuera, y la despejada y correcta superficie de su hermosa frente, hacían de ella un tipo cual no he visto otro. Era la imagen del respeto antiguo, conservada para educar a las presentes generaciones.

El color blanco de su cara habíase convertido en una palidez pergaminosa; su frente estaba surcada de repentinas arrugas, y los secos ojos tan pronto irradiaban el fulgor de la ira como se abatían amortiguados. Pero otro incidente llamó la atención más que el grave silencio y la amarillez y las arrugas, y fue que sus cabellos, entrecanos algunos días antes, estaban enteramente blancos.

Torquemada había sido alabardero en su mocedad, y conservando el bigote y perilla, que eran ya entrecanos, tenía un no qué de eclesiástico, debido sin duda a la mansedumbre afectada y dulzona, y a un cierto subir y bajar de párpados con que adulteraba su grosería innata. La cabeza se le inclinaba siempre al lado derecho.

No obstante, lejos de decir explícitamente «aceptamos», todos, y el primero el alcalde, dirigieron sus miradas inquietas á un rincón de la sala donde estaba sentado un viejo con calzón corto remendado, montera bajo la cual asomaban, entrecanos y nada limpios, dos mechones de pelos, uno sobre cada sien y de un palmo de largos, según la antigua moda, chaqueta al hombro y un garrote chamuscado con el que hacía garabatos sobre el polvo del suelo fingiéndose distraído.

El color de su piel era fuertemente moreno, sus cabellos entrecanos, la frente pronunciada, audaz, inteligente, marcada por un no qué solemne; las cejas y los ojos negros; pero estos últimos pequeños, redondos, móviles, penetrantes, en que se notaba un marcadísimo estrabismo; la nariz larga y aguileña; la boca ancha, la barba saliente, el cuello largo.

Y el Padre Urtazu se tiraba enérgicamente de los cortos cabellos entrecanos que en sus sienes crecían, fuertes como matas de abrojos. ¿Qué dice a eso la chica? interrogó después de súbito. No hemos hablado aún.... ¡Pues eso es lo primero, desgraciado! ¡Ay, que con los años se nos va reblandeciendo la mollera! ¿A qué aguarda? Vélez de Rada fue todavía más terminante y categórico.

Pero describámosla. Era una mujer como de sesenta años, ó por mejor decir, una pelota con pies, cabeza y brazos: morena, encendida y basta, con la nariz gruesa, los labios gruesos, los ojos pequeños y colorados, el izquierdo bizco, y los escasos cabellos, rubios entrecanos.

Parecía haber enflaquecido desde la víspera, y sus cabellos, antes entrecanos, estaban completamente blancos. Alrededor de sus ojos hundidos y excitados por una fiebre ardiente, había un círculo rojo. Francisco Martínez Montiño había llorado mucho. Primero por su dinero: después por su mujer y por su hija. Os he esperado con impaciencia, Montiño le dijo con severidad el duque.

Llegaba a la zapatería el señor Novillo, con su empaque reservado, catadura sombría y venerable vientre de ídolo; la piel bronceada, barba y bigotes pardos, entrecanos en la raíz. Había cierta similitud corporal entre Apolonio y el señor Novillo. Los dos recordaban las efigies de Buda, por la hinchazón.