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La muchedumbre traía algunas luces, y de cuando en cuando una voz pronunciaba muy alto un viva, contestándole otra tremenda y múltiple voz. La gente bajaba, y Clara bajaba delante. Aquello le dió más miedo que los borrachos; pero cuando se encaró con la Cibeles, cuando vió aquella gran figura blanca en un carro tirado por dos monstruos blancos, se detuvo aterrada.

Serían las once cuando la señora Pepa se presentó en el cuarto de la tullida, enjugándose el rostro con el reverso de la mano. Sobre su frente baja y achatada, y en su grosera faz de Cibeles de granito, se advertía una preocupación, una sombra. ¿Cómo va?

Hasta aquí nada más dijo Teri al llegar cerca de la fuente de Cibeles .No, no me beses: me haría mucho daño; no tendría fuerzas para irme... La mano tampoco... No; ¡adiós!, ¡adiós! Lo apartó de ella como si fuese un extraño; volvía la cabeza por no verle. De pronto, llamando a un coche para que la aguardase, huyó.

Lentamente se fue marchando todo el mundo, y la campana cesó de tocar: sólo quedaron allí el estanquero, sentado junto a su cajón, la mujer del aguaducho volcando sobre un plato muy cóncavo el puchero del cocido que acababa de traerla un chico, y la pareja de amarillos que, paseo arriba, paseo abajo, llegaba desde la Cibeles hasta la Casa de la Moneda.

En estos y parecidos lances, es decir, sin ninguno notable, transcurrieron veintitantos días. Por fin, una tarde, cuando don Juan iba por frente a la Cibeles, dirigiéndose al Retiro, vio a la niñera sola con el chico. Buscó con las miradas a Cristeta; pero en balde, y se dijo: «

Juan, no te quejarás de Madrí dijo el Nacional .Te has hecho con el público. Pero Gallardo, como si no le oyese y deseara exteriorizar los pensamientos que le preocupaban, contestó: Me da er corasón que esta tarde va a haber argo. Al llegar a la Cibeles se detuvo el coche. Venía un gran entierro por el Prado, camino de la Castellana, cortando la avalancha de carruajes de la calle de Alcalá.

Tropezó este último en la fuente de la Cibeles y oyóse el ruido del agua cual si hubiese caído dentro; levantóse, sin embargo, al punto, y su veloz carrera púsole bien pronto al abrigo de las tinieblas.

Había visto alguna vez la Cibeles; pero la oscuridad de la noche, la soledad y el estado de excitación y dolencia en que se encontraba su espíritu, hacían que todos los objetos fueran para ella objetos de temor, todos con extrañas y fantásticas formas. Los leones de mármol le parecía que iban corriendo con velocísima carrera, galopando sin moverse de allí.

Nada en gracia de Dios. ¿Cuánto me quieres? Tanto así. Es poco. Pues como de aquí a la Cibeles... no al Cielo... ¿Estás satisfecho? Chí. Jacinta se puso seria. «Arréglame esta almohada». ¿Así? No, más alta. ¿Estás bien? No, más bajita... Magnífico. Ahora, ráscame aquí, en la paletilla. ¿Aquí?

Quedóse, pues, nuestro héroe parado como un bobo a la altura de la fuente de la Cibeles y burlándose de propio por la serie de tonterías y chiquilladas que acababa de hacer.