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Naturalmente... seguro... esto es dijo el viejo frunciendo también el entrecejo. No hay nada de particular. Es mi casa; yo mismo he levantado todos sus maderos. No hay por qué temerla. Tal vez grite un poco, como hacen las mujeres, pero volverá a las buenas. El viejo fiaba, para sus adentros, en la exaltación del licor y en el poder de un valeroso ejemplo para sostenerse en semejante situación.

Harto que los impíos del día presente acusan, con falta completa de fundamento, a nuestra santa religión de mover las almas a aborrecer todas las cosas del mundo, a despreciar o a desdeñar la naturaleza, tal vez a temerla casi, como si hubiera en ella algo de diabólico, encerrando todo su amor y todo su afecto en el que llaman monstruoso egoísmo del amor divino, porque creen que el alma se ama a propia amando a Dios.

Sofocaba allí dentro, y estaba a punto de desistir, cuando mi compañero desconocido, pues el guía toma dos personas, una de cada mano, salió de su cuarto vestido con un ligerísimo traje de baño. Su idea me sedujo y a mi vez me coloqué en condiciones de desear el agua en vez de temerla. Nos hicimos un saludo cordial y nos lanzamos.

En verdad, parecía que acogía con gusto la muerte en vez de temerla, pues cuando oyó que se encontraba en tan crítica situación, una débil sonrisa se dibujó en su pálida cara arrugada, y observó: Todos tenemos que morir; así, pues, lo mismo da que sea hoy que mañana.

Piadosamente recogió el Padre Ambrosio y puso por escrito aquellas confidencias, que ahora trasladamos aquí y que son como siguen: Veo con claridad, Padre Ambrosio, que la hora de mi muerte se aproxima. La veo sin desearla y también sin temerla. Rara vez la duda ha entrado en mi espíritu, y menos aún ha entrado en él una negativa convicción.

Pocos días, pero después volvió muchas veces, estando nosotros en Niza y aquí. Parecía otro. Parecía temerla. ¿Cómo se explica usted tal cambio? No sabría decirlo. Sin duda, al verla tan triste y enferma, reconocía haber procedido mal. Fíjese usted bien en la pregunta que voy a hacerla: ¿qué era para su patrona el señor Vérod?... Dígame usted lo que sepa.

Después de haber amontonado montaña sobre montaña hasta las puertas del cielo, los titanes de la fábula no sintieron más duramente el rayo que los aniquilaba. El odio que la viuda sentía por la joven condesa desde el día en que había empezado a temerla se elevó súbitamente a proporciones colosales, como esos árboles de teatro que el maquinista hace brotar del suelo y subir hasta los frisos.

La onda se humilla, corriendo fugitiva, ante ese conquistador que la surca sin temerla y la azota con las ruedas de su carro triunfal; el monstruo de las aguas busca sus grutas escondidas en el abismo, comprendiendo que el imperio del elemento líquido le pertenece á un sér infinitamente superior; y el huracan, ese Júpiter sin forma, de aliento destructor, que impera sobre las soledades del páramo, de la selva, del arenal y del océano, parece amansarse en presencia de ese viajero que opone á las conmociones supremas de la creacion la fuerza misteriosa de la ciencia triunfante!

Pues vemos que no es cierta y duradera La ciudad que habitamos sin firmeza, Busquemos la que es firme y verdadera, Que dure para siempre en gran alteza. La muerte viene á priesa muy ligera, No es justo espante al bueno su fiereza. Temerla es natural, mas sea de suerte La vida, que no pese de la muerte.

Derramo sobre tu cabeza el licor magico que te destina a los tormentos que te preparo, el sueno y la muerte estaran sordos a tus deseos y a tus suplicas; veras la muerte a tu lado para desearla y temerla. Pero ya tu decreto se cumple, y una cadena invisible te rodea con sus eslabones; mis palabras magicas producen su efecto: tu cabeza se turba y tu corazon esta proximo a marchitarse.