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Cada cual miraba con desconfianza al vecino, y todos decían lo mismo en sus conversaciones. ¡A la tarde!... ¡Oh, á la tarde!... Aresti, después de errar más de una hora por la villa, se encontró al atravesar el Arenal con un obrero de ropas haraposas y gran barba, que le saludó con un gruñido, llevándose con cierta violencia la mano á la boina.

Atravesó rápidamente la calle del Arenal, entró por la de las Fuentes, y dando un gran rodeo por detrás del ministerio de la Gobernación, llegó al fin a la calle de Carretas y depositó por su propia mano en el buzón de la casa de Correos la carta misteriosa... Si aquella mujer era una criminal, era, sin duda, de aquellos criminales avezados y prudentes que miran siempre en todo cómplice un camino peligroso que va a parar en presidio.

En una fonda de la calle del Arenal tuve ocasión de conocer bien a esa Obdulia, a quien antes apenas saludaba aquí, a pesar de que éramos contertulios en casa del Marqués de Vegallana. Ahora somos grandes amigos. Es epicurista. No cree en el sexto. Hubo una carcajada general.

Esto le hizo recordar que el famoso Prado era un arenal completo en el que había de todo menos verdura y poesía; que el mismo desierto de Sahara no estaba más reñido que él con la vegetación, ni presentaba un aspecto más triste y desconsolador á las tres de una tarde de verano. Por fortuna, don Silvestre era muy poco artista y mucho menos literato, y con ello se ahorró otros muchos desengaños.

Despertaba Bilbao. Silbaban las locomotoras anunciando los primeros trenes para Portugalete y Las Arenas, y pasaban corriendo por el Arenal, con la comida envuelta en un pañuelo, los obreros que tenían su trabajo en las orillas de la ría. El Nervión mostrábase entre la bruma de su profundo cauce, con una brillantez azulada de acero.

Por otra parte, el que tenía la llave de la cadena de la lancha era un señor que vivia en la primera casa de Izarte. Este señor estará ahora en la playa. Idos por el arenal y lo encontraréis. Avanzamos por la playa de las Animas. Primero encontramos un hombre alto, rojo, con patillas cortas, a quien explicamos lo que nos pasaba y que no pareció entendernos.

El largo espacio de terreno comprendido en la orilla izquierda del Guadalquivir, desde la entrada del puente de barcas hasta la muralla que unía la torre del Oro con la de la Plata, fué llamado desde muy antiguo el Arenal. Hasta nuestros días ha llegado una antiquísima memoria de aquel lugar, en parte del cual hizo construir don Alfonso El Sabio las Atarazanas.

Allí lo tuvieron encima del almacén del agua, á do desque hubo confesado le ahogó un hombre que alquiló el verdugo, y desnudólo é hízolo cuartos que quedaron allí hasta la mañana siguiente. E luego por la mañana pusieron la cabeza en la picota, un cuarto en la puerta del Arenal, otro en la de Minjoar y el otro en la de la Carne

Ryp, van Stein y los moros se pusieron a cavar furiosamente, mientras nosotros nos alejábamos corriendo por la orilla del río. Llegamos rendidos cerca del mar, y nos encontramos en un arenal inmenso, formado por dunas que el viento levantaba y deshacía. Nos guarecimos los dos en una grieta de la arena y estuvimos así escondidos horas y horas, con el oído atento.

El paseo del Arenal, cuando en 29 de Agosto de 1812 penetraron en nuestra ciudad los soldados españoles, fué teatro de sangrientas escenas y de verdaderos rasgos de heroísmo, y algunos días después se enterró á la entrada del paseo el coronel inglés Alejandro Ducan, que murió violentamente, y cuyo sepulcro fué destruido por el populacho en 1816.