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Las mesas de confites, más duros que el pedernal, y las cestas de fruta estaban rodeadas de mujeres y niños: los puestos de vino y sidra, atestados de hombres. Andrés había tropezado a primera hora con Rosa; pero ésta pasó tan seria a su lado, que no le entraron deseos de requebrarla.

Hombres asistían pocos y eran los que celebraban con algazara, los donaires del humorista mayordomo. Se hallaba éste de vena esta noche, sin duda como residuo de la alegría de la tarde y de los vasos de sidra que tenía entre pecho y espalda, cuando de pronto retumbaron en el gran caserón solariego dos fuertes aldabonazos. Todos levantaron con sorpresa la cabeza.

El fabricante de sidra tuvo conocimiento de este dicho, habló pestes en el Saloncillo de don Pedro, y se mostró vivamente ofendido de tal suposición; mucho más ofendido de lo que en realidad estaba. Alvaro Peña, que no estaba contento sino cuando tenía un desafío entre manos, se apresuró a decirle en voz alta con la arrogancia que le caracterizaba: Pierda usted cuidado, don Rudesindo.

Esa es la ley del Pájaro Verde, aulló otro. ¡Cómo se entiende, tía Rojana! ¿Parroquiano nuevo y vasos vacíos? Un momento, mis buenos señores, un momento. Si no he preguntado lo que queréis es porque ya lo , y escanciando estoy la cerveza para los leñadores, aguamiel para el músico, sidra para el herrero y vino para todos los demás. Llegaos aquí, buen hidalgo, dijo á Roger, y sed muy bienvenido.

Salud inmejorable, una esposa modelo, hijos robustos, fama de sabio; hasta una cabeza privilegiada que no se marea con cien vasos de sidra! exclamaba el médico D. Nicolás, cuya envidia disimulada brotaba groseramente en estas ocasiones.

Por la tarde acabó de leer el libro. Dejó los últimos capítulos que no entendía. De noche, en la biblioteca, discutían don Carlos, un clérigo de Loreto y varios aficionados a la filosofía y a la buena sidra, que prodigaba el arruinado Ozores por tal de tener contrincantes. Decía que pensar a solas es pensar a medias. Necesitaba una oposición.

Comieron alegremente; corrió bastante el jarro del vino; Andrés bebía sidra embotellada: cambiáronse muchas pullas entre Celesto, Máxima, Andrés y el excusador. El follaje amarillento del pomar quebraba los rayos del sol. La brisa de la montaña los templaba. Respirábase un ambiente embalsamado por el aroma de la yerba y de las manzanas apiladas. La alegría se apoderó de todos.

Mientras esto ocurría en la pomarada del capitán, el castañar en declive que casi circunda la pequeña iglesia de Entralgo hervía de gente y regocijo. Al lado de los árboles se habían colocado bastantes tenderetes para vender vino y sidra: en torno de ellos departían bebiendo los hombres maduros. En la parte más llana se había organizado un animado baile al son de la gaita y el tambor.

A pesar de contarse entre aquellos respetables profesores estas y otras notabilidades, la orquesta sonaba como los tornillos de una máquina sin aceite; los instrumentos de cuerda estaban asmáticos, sonaban a la madera, como sabe la sidra al barril; los de bronce eran estridentes sin compasión; bastaba uno de aquellos serpentones para derribar todas las fortificaciones de cinco Jericós.

Y riendo se escanció bonitamente tres ó cuatro vasos de sidra, y uno en pos de otro dándose casi la mano los introdujo en las inmensas oquedades de su vientre, donde apenas se notó su presencia. El capitán empezó á sentirse más inquieto. Ya sabemos que era hombre de poco aguante.