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Volvieron a oirse los pasos de los que le perseguían. No se van pensó. Efectivamente, no sólo no se fueron, sino que llamaron en la casa con dos aldabonazos. Apareció de nuevo la vieja con un farol y se puso al habla con los de fuera sin abrir. ¿Ha entrado aquí algún hombre? preguntó uno de los perseguidores. No. ¿Quiere usted verlo bien? Somos de la ronda. Aquí no hay nadie.

Claudio Bozmediano, que es la persona á quien debemos las noticias y datos de que se ha formado este libro, nos ha contado que cuando los personajes de la reunión sintieron aquellos aldabonazos tan fuertes, se quedaron mudos y petrificados de sorpresa y temor.

Cuando di los primeros aldabonazos en la puerta, parecíame que golpeaba en mi propio corazón. ¿Estaría allí Inés? ¿Estaría allí, ya olvidada de que antes existiera en el mundo un chico llamado Gabriel, arcabuceado por los franceses?

Tengo dos medias velas que alumbraron en el velorio de mi curmana la Celana. ¿Habéis oído? ¿Qué, mi amo? Una voz.... Son las risadas del trasgo del viento.... Suenan en la puerta grandes aldabonazos que despiertan un eco en la oscuridad de la casona. El Caballero se pone en pie. Dame la escopeta, Don Galán. ¡Voy a dejar cojo al trasgo! Oiga su risada.

Di dos o tres aldabonazos, que retumbaron como truenos y fulguraron como relámpagos... ¡Santa Bárbara! me dije, persignándome a modo de vieja gruñona. Y como nadie saliera a recibirme y la puerta estaba abierta, me colé adentro de la casa de Tucker. El rojo fulgor de los relámpagos producidos por los aldabonazos, en medio de una profunda obscuridad, me guiaron hacia la escalera.

Hombres asistían pocos y eran los que celebraban con algazara, los donaires del humorista mayordomo. Se hallaba éste de vena esta noche, sin duda como residuo de la alegría de la tarde y de los vasos de sidra que tenía entre pecho y espalda, cuando de pronto retumbaron en el gran caserón solariego dos fuertes aldabonazos. Todos levantaron con sorpresa la cabeza.

Los aldabonazos suenan sordamente, una vez, dos veces. Después se oyen pasos en el interior; la llave gira, y una luz amarillenta se esparce fuera, en la claridad de la luna. ¡En nombre del cielo! ¡qué cara trae usted! exclama asustada la criada. Y la puerta se cierra. El se deja estar allí largo tiempo, con los ojos fijos en el sitio por donde ella ha desaparecido.

La hermana portera sabía darse tono, como sus colegas del Congreso de los Diputados. Cumplí fielmente el encargo, dando sobre la puerta un par de aldabonazos capaces de despertar a los siete durmientes. Al instante me la abrió una mujeruca pálida, vivaracha, que llevaba, a pesar de sus cincuenta años lo menos, un clavel en los cabellos grises.

«¡Y las campanas toca que tocarás!». Ya pensaba que las tenía dentro del cerebro; que no eran golpes del metal sino aldabonazos de la neuralgia que quería enseñorearse de aquella mala cabeza, olla de grillos mal avenidos.

Me revolqué mil veces entre las sábanas, presa de fatal desasosiego, de un terror que el silencio y la soledad hacían más cruel. Á cada instante esperaba oir aldabonazos en la puerta y los pasos de la policía en la escalera. Al amanecer, sin embargo, me rindió el sueño; mejor dicho, un pesado letargo, del cual me sacó la voz de mi hija.