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Cuando es mi padre, unas veces la tiene y otras no. Bien sabía yo que en aquel momento Tucker no era ni padre ni extraño para Nanela, antes bien, por el estado de su temperamento, el verdadero tío y tutor. No quise sin embargo contradecirla, porque nunca conviene contradecir a la mujer amada, cuando ella es una mujer pálida y nerviosa. El tiempo me daría razón.

No me paré a preguntarles la razón de su loca alegría, porque mi prisa arreciaba como un ciclón. Mi prisa por arrancarle los ojos a Tucker, ¡el miserable! era tal, que recorrí muchas veces aquella dilatadísima ciudad de punta a punta. ¡Por fin!... Por fin descubrí en la puerta de una casa de dos pisos una tablilla de cobre que decía: TUCKER Aquí vive me dije inmediatamente. Y traté de pararme.

Es inútil que pretendas lucirte, porque el ruido de las campanas que echamos a vuelo me obscurece la vista como una niebla... ¡no olvides que estamos en el cementerio, y que hemos venido a ver a Tucker! ¿Y cómo dudar que nos hallábamos en el cementerio?... Y debía de ser un día de difuntos, porque el cementerio estaba lleno de gente y de flores.

Hay una razón para ello. Sus habitantes son todos noctámbulos. No por qué me hizo enormemente gracia, me hizo como cosquillas en el alma, la idea de que Tucker fuera, ¡al mismo tiempo! procurador y noctámbulo. Por no afligirla no hice notar esta coincidencia a Nanela... Quien en cambio dijo: Muy obscura está la noche.

Pensé que ya no nos quedaba más que poquísimo hilo que devanar, y protesté, con la energía de un dios pagano... ¡Basta, basta, basta!... ¡No quiero morirme sin haber visto a Tucker!... ¡Debo verlo ahora mismo! ¡Qué! ¿No sabes que ha muerto? me objetó Nanela soltando una carcajada como un rebuzno. Miré entonces nuestros trajes de riguroso luto y me di una palmada en la frente.

Sus labios de carne de víbora, al posarse en mi frente, me dieron tanto asco y tanta risa, que no me atreví a increpar a Tucker por sus infamias.

¡Cómo! exclamé lleno de asombro. Yo creía que Tucker era tu padre. Riéndose con sus dientes centellantemente blancos, ella me informó: Algunas veces es mi padre, otras un extraño, otras mi tío y tutor. Eso depende del estado de ánimo. Cierto, ciertísimo le contesté, convencido.

Sobre su frente exangüe brillaba una cabellera tan negra, que se diría un cuervo incubando allí sus ideas. Hace ya siete años que te estoy esperando me dijo. Como era mi prometida, yo la abracé, la besé en sus rojos labios, y le repuse: ¡Siete años!... ¡Pobre Nanela!... Pero sabes... , yo también me interrumpió ella que el pérfido de Tucker, mi tío y tutor, tiene la culpa.

Yo gritó también: ¡Socorro, que un muerto quiere escaparse, socorro!... Pero Nanela y yo, como no pesábamos mucho, teníamos miedo de que, forcejeando con la rodilla, Tucker pudiera abrir la tapa del cajón... Yo no podía volver a echarle llave, por haber perdido el llavero... A nuestros gritos acudieron los guardianes y acudió mucha gente emparentada con los muertos de aquel cementerio.

¿Había ocurrido ya? ¿Iba a ocurrir más adelante? ¿Estaba ocurriendo entonces? ¡Tampoco sabía yo eso!... Mas nunca, jamás me sentí tan agitado, ¡y con tanta razón agitado! como aquella noche fatal en que me repetía, arracándome los pelos: ¡El malvado de Tucker tiene la culpa! Consolábame, empero, el vago pensamiento de que aquello no sucedía realmente.