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Las molieron mejor que lo estaban entre las palmas, liaron los cigarros en silencio, encendió el tío Pepe la yesca después de dar veinte golpes al pedernal con el eslabón, y cuando comenzaron á fumar, sin otros preámbulos le metió el puño por el vientre al mozo de Entralgo y exclamó riendo: ¡ por ella cuando quieras, pillo! Quino agradeció la caricia tanto como la gentil respuesta.

Cuando los hombres de Europa vivían en la edad de bronce, ya hicieron casas mejores, aunque no tan labradas y perfectas como las de los peruanos y mexicanos de América, en quienes estuvieron siempre juntas las dos edades, porque siguieron trabajando con pedernal cuando ya tenían sus minas de oro, y sus templos con soles de oro como el cielo, y sus huacas, que eran los cementerios del Perú, donde ponían a los muertos con las prendas y jarros que usaban en vida.

En esos pueblos viejos se puede ver cómo fue adelantando el hombre, porque después de las capas de la edad de piedra, donde todo lo que se encuentra es de pedernal, vienen las otras capas de la edad de bronce, con muchas cosas hechas de la mezcla del cobre y estaño, y luego vienen las capas de arriba, las de los últimos tiempos, que llaman la edad de hierro, cuando el hombre aprendió que el hierro se ablandaba al fuego fuerte, y que con el hierro blando podía hacer martillos para romper la roca, y lanzas para pelear, y picos y cuchillas para trabajar la tierra: entonces es cuando ya se ven casas de piedra y de madera, con patios y cuartos, imitando siempre los casucos de rocas puestas unas sobre otras sin mezcla ninguna, o las tiendas de pieles de sus desiertos y llanos: lo que se ve es que desde que vino al mundo le gustó al hombre copiar en dibujo las cosas que veía, porque hasta las cavernas más oscuras donde habitaron las familias salvajes están llenas de figuras talladas o pintadas en la roca, y por los montes y las orillas de los ríos se ven manos, y signos raros, y pinturas de animales, que ya estaban allí desde hacía muchos siglos cuando vinieron a vivir en el país los pueblos de ahora.

Eso es lo que se llama «edad de piedra», cuando los hombres vivían casi desnudos, o vestidos de pieles, peleando con las fieras del bosque, escondidos en las cuevas de la montaña, sin saber que en el mundo había cobre ni hierro allá en los tiempos que llaman «paleolíticos»: ¡palabra larga esta de «paleolíticos»! Ni la piedra sabían entonces los hombres cortar: luego empezaron a darle figura, con unas hachas de pedernal afilado, y ésa fue la edad nueva de piedra, que llaman «neolítica»: neo, nueva, lítica, de piedra: paleo, por supuesto, quiere decir viejo, antiguo.

Allí se ve, en miniatura de cera, a los chinos observando en su torre los astros del cielo; allí está el químico Lavoisier, de medias de seda y chupa azul, soplando en su retorta, para ver como está hecho el pedrusco que cayó a la tierra de una estrella rota y fría; allí, entre las figuras de las diferentes razas del hombre, están sentados por tierra, trabajando el pedernal, como los que desenterraron en Dinamarca hace poco, cabezudos y fuertes, los hombres de la edad de bronce.

En las cunetas del camino, junto a los montones de guijo y pedernal recién labrado, se arraigan los punzantes cardos, y rastreando entre los trigos, hurtando fuerza a las cañas y peso a las espigas, se extienden las tenaces gramas.

Mirad, caterva enamorada, que para sola Dulcinea soy de masa y de alfenique, y para todas las demás soy de pedernal; para ella soy miel, y para vosotras acíbar; para sola Dulcinea es la hermosa, la discreta, la honesta, la gallarda y la bien nacida, y las demás, las feas, las necias, las livianas y las de peor linaje; para ser yo suyo, y no de otra alguna, me arrojó la naturaleza al mundo.

Godfrey, como todos los demás, pasó el tiempo en recoger y discutir las noticias y en ir a visitar las canteras. La lluvia había hecho desaparecer toda probabilidad de distinguir los pasos; pero un examen minucioso del sitio había hecho descubrir, en dirección opuesta a la aldea, una caja de yesca medio enterrada en el lodo y que contenía un eslabón y un pedernal.

El cuerpo inferior, el más grande y fuerte, era de grandes bloques de pedernal labrado, con pocas ventanas, y éstas pequeñas y profundas como saeteras: una verdadera muralla para vivir á cubierto de sorpresas y asedios.

Pasad, pasad, don Francisco dijo el bufón. Quevedo entró á tientas en un espacio densamente obscuro. El bufón cerró. Poco después se oyó el chocar de un eslabón sobre un pedernal, saltaron algunas chispas, y brilló la luz azul de una pajuela de azufre, que el bufón aplicó al pábilo de una vela de sebo. Quevedo miró en torno suyo.