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En grandes jarrones de porcelana española, los viejos jarrones de la familia, frescos ramilletes de rosas, lirios y azucenas; y por todas partes, regados aquí y allá, pétalos rosados, amarillos, blancos, purpúreos; y apiladas en torno de mi taza, las místicas y caducas balsaminas, los chinos de castor, que de ordinario engalanaban la humilde lamparilla de la Dolorosa, lucían ahora en aquel banquete religioso su nívea veste manchada de carmín.

La peregrinación prosiguió a lo largo de unas mesas en las cuales, bajo toldos de madera, estaban apiladas las frutas del tiempo: las manzanas amarillas con la transparencia lustrosa de la cera; las peras cenicientas y rugosas atadas en racimos y colgantes de los clavos; las naranjas doradas formando pirámides sobre un trozo de arpillera, y los melones mustios por una larga conservación, estrangulados por el cordel que los sostenía días antes de los costillares de la barraca, con la corteza blanducha, pero guardando en su interior la frescura de la nieve y la empalagosa dulzura de la miel.

Las puertas se abrían sin ruido y veíanse luces amarillas y nichos que se descubrían por solos y tumbas que se destapaban, y allá en el fondo una mesa, sobre la mesa una bandeja y sobre la bandeja monedas apiladas; un juego de dados muy cerca, y de pie, al lado de ella, una figura enmascarada, que bien podía ser Mercurio, a juzgar por el pie alado, que trataba de disimular bajo la vestidura que le servía de disfraz.

Pero el padrecito se echó pacientemente a juntar realejos, y cada vez que de las economías de su mesada conventual, alboroques, limosnas de misas y otros gajes alcanzaba a ver apiladas sesenta pulidas onzas de oro, íbase con gran cautela al portal de Botoneros y entraba en la tienda de don Marcos Guruceta, comerciante que gozaba de gran reputación de probidad, y que por ello era el banquero o depositario de los caudales de muchos prójimos.

Fueron tantos sus muertos, que cuando estaban ya apiladas sus cabezas en el campo de batalla, no podia un ginete ver á su compañeroNuestros historiadores no hacen mencion de esta derrota; al contrario, pintan bajo el reinado de D. Alfonso el Casto muy crudamente escarmentados á los capitanes de Abde-r-rahman II en los acontecimientos de Galicia.

Fraccionóse, pues, el círculo en secciones; y en una se contaba el cuento de Juan del Oso, en la otra se criticaba, en ésta se cantaba y en aquélla se hablaba de la cosecha, sin que faltasen manotazos ó coscorrones por aquí y por allá, pues aquellos mozos también eran de carne y hueso, y no siempre, buscando una panoja oculta entre las hojas apiladas, topaban con ella al momento y sin tropezar antes con tal cual pantorrilla extraviada, cuya dueña, aunque con la risa en los labios, protestaba con el puño cerrado contra la equivocación.

Pero todo esto no impedía que las buenas huertanas se entusiasmasen ante su obra. «¡Miradlo!... ¡Si parecía dormido! ¡Tan hermoso! ¡tan sonrosado!...» Jamás se había visto un albaet como este. Y llenaban de flores los huecos de su caja: flores sobre la blanca vestidura, flores esparcidas en la mesa, apiladas, formando ramos en los extremos.

Comieron alegremente; corrió bastante el jarro del vino; Andrés bebía sidra embotellada: cambiáronse muchas pullas entre Celesto, Máxima, Andrés y el excusador. El follaje amarillento del pomar quebraba los rayos del sol. La brisa de la montaña los templaba. Respirábase un ambiente embalsamado por el aroma de la yerba y de las manzanas apiladas. La alegría se apoderó de todos.