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Tras el mostrador estaba la mujer de Tocino con su hijo, un adolescente amarillucho, de movimientos felinos. Eran vascongados, pero Aresti encontraba en sus ojos duros, en la melosidad con que robaban á los parroquianos despreciándolos, y en su aspecto miserable, algo que le hacía recordar á los judíos. La gente del contorno les odiaba.

El ingeniero era débil de cuerpo, dulce de maneras, odiaba á los soldadotes, hablaba de la regeneración de los caídos y del advenimiento de los pobres al poder. Además, los triunfadores se reían de él y tal vez lo matasen el día menos esperado. ¿Qué héroe más interesante podía encontrar una mujer de sentimientos sublimes y «mal comprendidos», como se creía esta muchacha?...

Cuando le veía a Martín andar a caballo y entrar en el río, le deseaba un desliz peligroso. Le odiaba frenéticamente. Catalina, en vez de ser obscura y cerril como su hermano Carlos, era pizpireta, sonriente, alegre y muy bonita.

Por fortuna, un sinnúmero de enfermedades provenientes de la vida crapulosa del doctor surgieron en su gastado organismo, y murió cuando ya su mujer, si no le odiaba, veíase separada para siempre de él por sus infidelidades y desvíos. La muerte del primo Rafael hizo que don Juan volviera a casa de su hermana y se dignase ocuparse en sus asuntos.

El vino era el culpable del atraso de la clase jornalera. Y toda la tertulia, al oír esto, rompía a reír, como si hubiese dicho algo graciosísimo que estaba esperando. Comenzaba el banderillero a soltar de las suyas. El único que permanecía silencioso, con ojos hostiles, era el talabartero. Odiaba al Nacional, viendo en él a un enemigo.

Aumentaba la ruidosa protesta con estas fugas. «¡Señor presidente! ¿Era que estaba ciego su señoría?...» Comenzaban a caer en el redondel botellas, naranjas y cojines de asiento en torno de la bestia fugitiva. El público la odiaba por cobarde. Una botella dio en uno de sus cuernos, y la gente aplaudió al certero tirador sin saber quién era.

Gonzalo había venido a pie a la romería con Cecilia, la niña mayor y la niñera. Y como el camino era largo y pendiente, porque ésta no se cansase tanto, había traído a su hija en brazos casi todo el tiempo. Ventura odiaba las romerías. Además, su padre había llevado el carruaje a esperar al duque de Tornos, y pensar en que anduviese a pie media legua, era una monstruosidad.

Créalo usted o no lo crea, su dolor de madre conmueve hasta lo profundo de mi alma, y daría con gusto en este momento mi vida por devolverle la de su hijo... ¡No me hable usted con dulzura! No quiero de usted la compasión. Prefiero el odio. Ya que odiaba usted a mi hijo, ódieme también a . Máteme usted como le ha matado a él.

Cerca de él vieron al presbítero Laguardia, y esto contribuyó aún más a ponerle de mal humor; porque odiaba a este clérigo como tal, y además por el papel que había representado en el fracasado matrimonio de su hija. Pero la observación de aquellos curiosos ritos religiosos que ambos examinaban como si por primera vez los hubieran visto en su vida, le distrajo de todo incómodo pensamiento.

No se atrevió a entrar en el cementerio. La Muerte le asediaba con sobrada insistencia para que él fuese a devolverle la visita. ¡Ay, cómo odiaba a la infame señora de los ojos sin luz, de la piel intensamente pálida, que una tarde había descrito allí dentro, ante la absorta muchacha! ¡Con qué delectación la escupiría en su pecho voluminoso y amargo, en sus flancos potentes, si pasase ante él!... Cierto que tras sus pisadas resurgía la vida; que otras Felis vendrían al mundo; pero no eran para él.