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Don Marcelo creyó leer en sus ojos la admiración, el amor, todo un pasado que resurgía de pronto en su memoria. ¡Pobre mujer!... Sintió por ella un cariño paternal, como si fuese la esposa de Julio. Su amigo Lacour había vuelto á hablarle del matrimonio Laurier. Sabía que Margarita iba á ser madre.

Total: había dejado limpia y sana la fortuna de su amigo, pero ésta resurgía del terrible combate achicada y casi insignificante.

Pero apenas pasaba, todo resurgía a su espalda, casi en los bordes de sus fúnebres velos: revivían las flores con nueva fuerza, trinaban otros pájaros, y del polvo donde habían caído los viejos, los inútiles y los débiles, volvían a levantarse, transfigurados por la juventud. Ella era el abono de la vida, la hoz que siega el prado para que resurja con mayor fuerza.

Riose también Jacinta; pero su corazón sintió como un repentino golpe, y se le nublaron los ojos. Con la risa del gracioso chiquillo resurgía de un modo extraordinario el parecido que la dama creía encontrar en él.

La vida en Nápoles resurgía en su memoria, y sintió la necesidad de explicar sus actos.

¡Adiós amistades recientes, respetos nacidos junto al ataúd de un pobre niño! Toda la consideración creada por la desgracia veníase abajo como torre de naipes, desvanecíase como tenue nube, reapareciendo de golpe el antiguo odio, la solidaridad de toda la huerta, que al combatir al intruso defendía su propia existencia. ¡Y en qué momento resurgía esta animosidad!

Deslizábase esta cortina río abajo y resurgía el Goethe a una niebla menos espesa, que transparentaba los perfiles lejanos como fluidas siluetas. Al poco tiempo, una nueva avalancha cegadora pasaba sobre el buque, y así iba avanzando éste, con rápidos tránsitos, de una obscuridad absoluta a una penumbra vaporosa y láctea.

Algunas veces atravesaba la fila de piezas desiertas para pedir á Freya un informe, y ésta le seguía, dejando á su amante por unos momentos. Al verse Ulises solo, experimentaba un repentino desdoblamiento de su personalidad. Resurgía el hombre anterior al encuentro en Pompeya. Veía su buque, veía su casa de Barcelona.

Resurgía el campesino, el hombre forzudo habituado a la violencia: sus puños se cerraban amenazantes. ¡Virgen María! ¡Santísimo Señor! rugía con una entonación semejante a la que usaban los malvados blasfemos cuando ofendían a Dios.

Al recordar su vida de estudiante en Lieja, lo primero que resurgía en su memoria era la imagen de Manuel Robledo, camarada de estudios y de alojamiento, un español de carácter jovial y energía tranquila para afrontar los problemas de la existencia diaria. Había sido para él durante varios años como un hermano mayor.