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Y mascullando sus terribles profecías, el pastor se alejó detrás de sus ovejas, camino del pueblo, mientras aconsejaba al pobre Batiste que se marchase también, pero lejos, muy lejos, donde no tuviera que ganar el pan luchando contra el odio de tantas miserias coligadas. Invisible ya, hundido en las sombras, Batiste escuchó todavía su voz lenta y triste: Creume, fill meu: ¡te portarán desgrasia!

Teulaí, tranquilo como hombre que a nadie teme y cuenta en último término con un refugio en la montaña, volvió al inmediato pueblo en busca de su sobrino, satisfecho de su hazaña. Al tomar al pequeñuelo de manos de la aterrada vieja, casi lloró. ¡Pobret! ¡pobret meu! dijo besándole. Y su conciencia de tío inundábase de satisfacción, seguro de haber hecho por el pequeño una gran cosa. La pared

¡Fill meu!... ¡Pobret meu!... ¡Hijo mío!... ¡Pobrecito mío!... Y lloró con toda su alma, inclinándose sobre el muertecito, rozando apenas con sus labios la frente pálida y fría, como si temiese despertarle. Al oir sus sollozos, Batiste y su mujer levantaron la cabeza como asombrados. Ya sabían que era una buena mujer; el marido era el malo. Y la gratitud paternal brillaba en sus miradas.

Y pugnaba con la madre por apartarla del ataúd, por obligarla á que entrase en el estudi y no presenciase el terrible momento de la salida, cuando el albat, levantado en hombros, alzase el vuelo con las blancas alas de su mortaja para no volver más. ¡Fill meu!... ¡rey de sa mare! gemía la pobre Teresa. ¡Hijo mío!... ¡rey de su madre! Ya no lo vería más: un beso... otro.

Nunca la muerte pasó sobre la tierra con disfraz tan hermoso. Desmelenadas y rugientes como locas, moviendo con furia sus brazos, aparecieron en la puerta de la barraca las dos infelices mujeres. Sus voces prolongábanse como un gemido interminable en la tranquila atmósfera de la vega, impregnada de dulce luz. ¡Fill meu!... ¡Anima mehua! gemían la pobre Teresa y su hija. ¡Hijo mío!... ¡Alma mía!

Doña Isabel, por esa meesma graza Reynha de Portugal, é do Algarve, saude come á jrmao de quien muyto fio, é para quien tanta vida, é saude, com onrra querria por muytos annos, é boos come para mi meesma. Rey jrmao, vy vossa carta que me invastes por Dom Fray Sancho vosso jrmao, é meu, é el disse á el Rey ó que lhi vos mandastes ben, é conpridamente, é á mi outrosi.

Y siempre lo mismo.... ¿No quería abandonar las tierras malditas? Fas mal, fill meu; te portarán desgrasia . Haces mal, hijo mío; te traerán desgracia. Batiste acogía con una sonrisa la cantilena del viejo. Familiarizado con el peligro, nunca lo había temido menos que ahora. Hasta sentía cierto goce secreto provocándolo, marchando rectamente hacia él.

Y el pastor llamó á su rebaño, le hizo emprender la marcha por el camino, y antes de alejarse se echó la manta atrás, alzando sus descarnados brazos, y con cierta entonación de hechicero que augura el porvenir ó de profeta que husmea la ruina, le gritó á Batiste: Creume, fill meu: ¡te portarán desgrasia!... Créeme, hijo mío: ¡te traerán desgracia!...

Hablaba con lentitud, con una tristeza reposada, como hombre acostumbrado á las miserias de un mundo del que pronto había de salir. Adivinó el llanto de Batiste. ¡Fill meu!... ¡fill meu!... Todo lo que ocurría ahora lo esperaba él ¡hijo mío! Ya se lo había dicho el primer día que le encontró instalado en las tierras malditas: «¡Le traerían desgracia!...»