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Pepeta sacó de un envoltorio las últimas galas del muertecito: un hábito de gasa tejida con hebras de plata, unas sandalias, una guirnalda de flores, todo blanco, de rizada nieve, como la luz del alba, cuya pureza simbolizaba la del pobrecito albat. Lentamente, con mimo maternal, fué amortajando el cadáver.
Dentro sonaban lamentos, consejos dichos con voz enérgica, un rumor de lucha. Era Pepeta queriendo separar á Teresa del cadáver de su hijo. Vamos... había que ser razonable: el albat no podía quedar allí para siempre; se hacía tarde, y los malos tragos pasarlos pronto.
Miró asombrada en torno. Aquello no podía quedar así; ¡el niño en la cama y todo desarreglado! Había que acicalar al albat para su último viaje, vestirle de blanco, puro y resplandeciente como el alba, de la que llevaba el nombre.
Y pugnaba con la madre por apartarla del ataúd, por obligarla á que entrase en el estudi y no presenciase el terrible momento de la salida, cuando el albat, levantado en hombros, alzase el vuelo con las blancas alas de su mortaja para no volver más. ¡Fill meu!... ¡rey de sa mare! gemía la pobre Teresa. ¡Hijo mío!... ¡rey de su madre! Ya no lo vería más: un beso... otro.
Palabra del Dia
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