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Sin embargo, cambiaron algunas frases corrientes. Amaury conocía mucho al embajador que protegía a Mengis. Hablaron principalmente del concepto de que disfrutaba la legación francesa en la corte del imperio moscovita, haciendo el vizconde grandes elogios del Zar. Al empezar a languidecer el diálogo, anunciaron a Felipe Auvray.

El conde de Mengis detúvose en la sala, y dijo: Señores, les prevengo que van a encontrar al lado de Antoñita a seis de mis contemporáneos a quienes tiene encantados, y que han tomado la resolución de consagrarle con puntualidad tres noches por semana; es preciso además que para agradar a Antonia los jóvenes complazcan a los viejos. Ahora, señores, ya están avisados. Entremos, si les place.

¿Para quién? preguntó el doctor mientras Amaury se afirmaba en su resolución, dirigiendo una larga mirada hacia el cementerio. Para el vizconde Raúl de Mengis dijo Amaury. Está bien dijo el doctor. La proposición es grave y merece tomarse en consideración. Volviéndose en seguida exclamó: ¡Antoñita! Esta abrió tímidamente la puerta.

Efectivamente, cuando el fiel José pronunciaba estas palabras, entró Felipe, encendido y jadeante: saludó al doctor y a su sobrina y estrechó la mano a Amaury. José se retiró discretamente. ¡Ah! ¿Estás aquí, amigo Amaury? dijo Felipe. Me alegro mucho; así podrás decirle luego al conde de Mengis cómo sabe Felipe Auvray reparar los desaciertos que le hace cometer su torpeza.

Hace poco he confesado mi culpa y ahora lo hago de nuevo. Suelo titubear mucho antes de tomar una resolución, pero así que me decido no hay nada capaz de detenerme en mi propósito. Ya cómo debo reparar mis yerros. Caballero, tengo el honor de presentarle mis respetos. ¿Qué se propone usted hacer? preguntó el conde de Mengis, temeroso de que Felipe se dispusiese a cometer alguna nueva simpleza.

Aquello no fue más que una sospecha fugaz como el relámpago, que apenas nace muere: lo que me produjo más que odio, más que despecho, más que cólera, fue el conocimiento de las ventajas que por momentos ganaba el fatuo Mengis en el corazón de aquella que tan absoluta y súbitamente se había hecho dueña de mi voluntad y de mis sentimientos.

»Algunas veces vienen a visitarme los antiguos amigos de mi tío y su presencia rompe en tales ocasiones esta monotonía de mi vida. Pero, si he de ser sincera, diré que sólo dos nombres oigo pronunciar con agrado. »Es el primero el del conde de Mengis, pues él y su esposa se muestran conmigo muy amables y me tratan como a una hija. »El segundo nombre, Amaury, es el de su amigo Felipe Auvray.

Yo apruebo su elección, pues opino que no es posible hallar un hombre a la vez más inteligente, noble y rico que el vizconde de Mengis. Escuchaba estas palabras con asombro Antoñita, pero no sabia con qué razones interrumpirlas ni impugnarlas; sólo cuando Amaury hubo concluido pudo exclamar: ¡Casarme con el vizconde!... ¿Y por qué no? ¿A qué fingir así? dijo Amaury.

Pero como tengo que quedarme aún algunas horas en París para escribir a mi amigo el conde de Mengis y dictar algunas disposiciones, si no hay nada más que hablar, hijos míos, separémonos ahora y a las cinco volveremos a reunimos para comer juntos como lo hacíamos antes, en otro tiempo mejor. Después, cada cual se marchará por su lado. Hasta la tarde, pues, querido tutor.

Así es que puedes presentar ese joven a Antoñita por medio del señor de Mengis y si le place... ¡Ah! ¡qué olvidadizo soy! exclamó Amaury, dándose una palmada en la frente. Está visto que unos meses de ausencia han bastado para hacerme perder por completo la memoria. Olvidaba que Leoncio juró vivir y morir en el celibato.