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Gastaba grandes bigotes retorcidos y perilla de cazo; la estatura elevada, el porte marcial, cabellos grises cortados a punta de tijera, levita negra, prolongada, más limpia y reluciente que un espejo, bastón de hierro que hacía estremecer el suelo, advirtiendo de su presencia desde muy lejos, pantalones cortos y botas de campana escrupulosamente charoladas.

Estos árboles, de un verde obscuro, eran de hojas charoladas, sin la más tenue veladura de polvo, cual si estuviesen recién lavados. Sus troncos no alcanzaban un diámetro grande, más bien parecían gráciles y débiles por su recta esbeltez y su altura enorme. La humedad que refrescaba continuamente sus raíces les hacía crecer apretados como los tallos de la hierba.

Los capitanes de trasatlántico lamentaban sus lujosos camarotes convertidos en dormitorios de tropa, sus cubiertas charoladas, que habían pasado á ser establos; sus comedores, donde se sentaban antes las gentes con smoking ó escotadas, y debían ser regados ahora con toda clase de desinfectantes para repeler la invasión de chinches y piojos, los olores animales de tantos hombres y bestias amontonados.

Sobre sus cabezas tenían el ángulo final del baluarte y una garita de piedra; enfrente el puerto, con su boca flanqueada de dos torrecillas luminosas, y en la ribera opuesta la altura de Monte-Carlo, sus edificios enormes, sus cúpulas charoladas, que reflejaban el último fuego rosa del crepúsculo. Los dos se detuvieron instintivamente.

Muchos llevaban colgados de los hombros por correas charoladas magníficos gemelos para que no se les escapasen los mínimos detalles del paisaje. Y abundaban asimismo los bastones alpestres como si marchasen a alguna expedición peligrosa al través de las montañas. El tren especial constaba de dos coches-salón, un sleeping-car y un furgón.

Después de dar la última mano de gato a sus cabellos, Manolito salía siempre en la amable compañía de sus botas charoladas a pasear por delante de la casa de Elorza, y calle arriba, calle abajo, allí se estaba todo el tiempo que le permitían sus ocupaciones y alguna parte también del que le prohibían.

Las imágenes eran sonrientes, charoladas y bonitas, como si hubiesen salido de un escaparate de confitería. Los segmentos de la cúpula estaban ocupados por grandes escudos de las naciones donde la Orden ignaciana había adquirido más arraigo; las provincias de la Compañía, como ella las llamaba en su ensueño de dominación universal.

Un pantalon estrecho, de paño azul con franjas amarillas, que llega hasta las rodillas y se ajusta bajo dos grandes botas charoladas; un chaleco de paño amarillo ó rojo, sobre el cual va una chupa de cola microscópica, forrada con anchas solapas y con puños de color rojo y enormes botones de metal reluciente; un sombrerito de charol ó fieltro, de copa larga, estrecha y puntiaguda y con adornos; un larguísimo foete, y un clarin terciado al costado, componen el vestido y los arreos del príncipe de la diligencia suiza.

El sol blanquea las quebradas de las montañas y hácelas resaltar en aristas luminosas; el cielo es diáfano; los pinos cantan con un manso rumor sonoro; los lentiscos refulgen en sus diminutas hojas charoladas; las abejas zumban; dos cuervos cruzan aleteando blandamente.

A un lado, paredes blancas y charoladas reflejando la luz de los faros eléctricos del techo, y sillones abandonados en larga fila; al lado opuesto, una barandilla forrada de lona, ostentando entre columna y columna, como adorno decorativo, unos rollos salvavidas de color rojo con el nombre del buque pintado en blanco: Goethe.