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Los ómnibus cargaban pasajeros en la esquina de la calle de Sevilla, mientras en lo alto voceaba el conductor: «¡A la plaza! ¡a la plazaTrotaban con alegre cascabeleo las mulas emborladas tirando de carruajes descubiertos con mujeres puestas de mantilla blanca y encendidas flores; a cada instante sonaba una exclamación de espanto viendo salir incólume, con agilidad simiesca, de entre las ruedas de un carruaje, algún chicuelo que pasaba a saltos de una acera a otra, desafiando la veloz corriente de vehículos.

Las flotas de barcas permanecían en seco, se cerraban los talleres, ya no humeaba la olla, los caballos de la gendarmería cargaban contra la muchedumbre protestante y famélica, la oposición gritaba en las Cámaras y los periódicos hacían responsable de todo al gobierno.

Algunas veces se declararon en Santiago epidemias muy serias, y el Apóstol no daba abasto haciendo milagros. Fue entonces cuando se inventó el botafumeiro, «rey de los incensarios», como le llama Víctor Hugo. El botafumeiro no fue en sus orígenes un objeto litúrgico, sino, sencillamente, un aparato de desinfección. Lo cargaban con incienso porque todavía no existía el ácido fénico.

Servía en la venta, asimesmo, una moza asturiana, ancha de cara, llana de cogote, de nariz roma, del un ojo tuerta y del otro no muy sana. Verdad es que la gallardía del cuerpo suplía las demás faltas: no tenía siete palmos de los pies a la cabeza, y las espaldas, que algún tanto le cargaban, la hacían mirar al suelo más de lo que ella quisiera.

Y algo era algo, y otra vez sería más. Pito silbaba y pataleaba de gusto en derredor de la fiera mientras cargaban su espingarda. Chisco no se daba todavía por satisfecho, a juzgar por lo receloso de sus aires. ¿Qué quedaba allí por hacer?

Confirmaron lo mismo otros dos nobles ciudadanos del mismo pueblo, que llegaron adonde estábamos. La falta de carretas fué un gran obstáculo: los indios cargaban los carros con las alhajas de casa, y á toda prisa acomodaban todos los trastes: los muchachos y mugeres montaron todos los caballos que habian quedado á la mano, y caminaron hácia las montañas.

Cada batallón dejaba como rastro de su paso una estela de botellas vacías, un alto en un campo lo sembraba de cilindros de vidrio. Los furgones de los regimientos, no pudiendo renovar sus repuestos de víveres, cargaban vino en todos los pueblos. El soldado, falto de pan, recibía alcohol... Y este regalo iba acompañado de buenos consejos de los oficiales.

Los esclavos hicieron desaparecer la cigarrera, mientras otros cargaban con los fragmentos de los cilindros de papel y barrían el temible polvo esparcido en el suelo. Poco á poco cesaron los estornudos y pudo reanudarse el desfile. A partir de este incidente, pareció que el público había perdido todo interés por los objetos del gigante.

Al pasar el coche por las inmediaciones de La Campana, vieron los toreros una gran masa de gente popular con los garrotes en alto, vociferando en actitud sediciosa. Los agentes de policía, sable en mano, cargaban contra ellos, recibiendo palos y devolviendo mandobles. El Nacional se levantó del asiento, queriendo echarse abajo del carruaje. ¡Ah, por fin! ¡Llegaba el momento!...

A la luz de los focos azules, que esparcían sobre el mar una claridad lívida, empezó el transbordo de pasajeros y equipajes con destino á París desde el trasatlántico á los remolcadores. «¡Aprisa! ¡aprisaLos marineros empujaban á las señoras de paso tardo, que recontaban sus maletas creyendo haber perdido alguna. Los camareros cargaban con los niños como si fuesen paquetes.