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Pero reconoció al capitán Flimnap, que le gritaba, abriendo los brazos: ¡Deténgase, gentleman! ¿Adonde va?... Le pido perdón por el olvido de que ha sido objeto. Los culpables son esas gentes de la administración del ejército, que, como no están acostumbradas al nuevo servicio, equivocaron mis órdenes. Pero vámonos á la playa; deben haber llegado ya doce furgones llenos de víveres.

Algo importante estaba ocurriendo; el aire malhumorado de los que permanecían en la puerta del castillo, la repentina obsequiosidad de este rústico con uniforme, lo daban á entender. Más allá del edificio vió soldados, muchos soldados. Un batallón de infantería se había esparcido á lo largo de las tapias, con sus furgones y sus caballos de tiro y de montar.

Al entrar en su parque, un grupo de alemanes estaba tendiendo los hilos de una línea telefónica. Acababan de recorrer las habitaciones en desorden y reían á carcajadas leyendo la inscripción trazada por el capitán von Hartrott: «Se ruega no saquear...» Encontraban la farsa muy ingeniosa, muy germánica. El convoy invadió el parque. Los automóviles y furgones llevaban una cruz roja.

Y en los furgones viene igualmente un bagaje enorme de salvajismo científico, una filosofía nueva que glorifica la fuerza como principio y santificación de todo, niega la libertad, suprime al débil y coloca al mundo entero bajo la dependencia de una minoría predilecta de Dios, sólo porque dispone de los procedimientos más rápidos y seguros de dar la muerte.

Cada batallón dejaba como rastro de su paso una estela de botellas vacías, un alto en un campo lo sembraba de cilindros de vidrio. Los furgones de los regimientos, no pudiendo renovar sus repuestos de víveres, cargaban vino en todos los pueblos. El soldado, falto de pan, recibía alcohol... Y este regalo iba acompañado de buenos consejos de los oficiales.

El tren estaba repleto de hombres, pequeñas figuras de un gris amarillento que llenaban las ventanas de los vagones y ocupaban las portezuelas y los estribos, con las piernas colgando sobre la vía. Otros se agolpaban en los furgones de ganado ó se mantenían de pie sobre las plataformas descubiertas, entre los carros militares y las ametralladoras enfundadas.

Un hospital de sangre iba á establecerse en el castillo. Los médicos, vestidos de verde y armados lo mismo que los oficiales, imitaban su altivez cortante, su repelente tiesura. Salían de los furgones centenares de camas plegadizas, alineándose en las diversas piezas; los muebles que aún quedaban fueron arrojados en montón al pie de los árboles.

En otros muelles se alineaban á miles los pares de ruedas grises, sostén de cañones y furgones; las cajas enormes como viviendas que contenían aeroplanos; las piezas de acero que sirven de andamiaje á la artillería gruesa; cajones de fusiles y cartuchos; enormes paquetes de conservas alimenticias y de materias sanitarias; todo el avituallamiento del ejército que peleaba en el extremo remoto del Mediterráneo.