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En un principio, la Iglesia, por entonces omnipotente, luchando contra la incredulidad naciente, consigue mantener la integridad de su explicación-credo, destruyendo o aplastando a los que, desde el Renacimiento, empiezan a excederla en capacidad mental, pero éstos siguen brotando en todas partes y en tal progresión que la guerra, la excomunión, el tormento y la hoguera, funcionando en el máximum, no bastan, al fin, para extirparlos, y a su turno, ella también empieza a batirse en retirada, ante la marea creciente de los curiosos insatisfechos con la última explicación de lo natural por lo sobrenatural.

Sólo llevamos hecho un piso, y estamos seguros de que el día que lo cargen se vendrá abajo, aplastando a todo Cristo. ¡Con tal que no estemos nosotros!... El contratista viene en su automóvil una vez por semana; mira, recomienda que se haga todo por el sistema de «mírame y no me toques», y se va.

Y allí, a mi lado, aplastando todos mis pensamientos, como la sombra de una esfinge gigante se expande y alarga sobre las arenas del desierto, estaba de pie ese corpulento monje, de tez bronceada, pies descalzos, hábito de un carmesí desteñido, su cintura ajustada por un cordel de cáñamo, y con un semblante de misterio, mientras dentro de su corazón se encerraba el gran secreto que había sido legado a y que ocultaba el origen de la fortuna de Burton.

Doña María se llevó las manos a la cabeza; D.ª María cerró los ojos; D.ª María golpeó el suelo con su pie derecho; D.ª María semejaba la imponente imagen de la Tradición aplastando la hidra revolucionaria. Esta mañana me preguntaron si yo tenía hermanas guapas.

Soltola, en efecto, pero fue para echarle los brazos al cuello y apretarla contra su pecho, loco, perdido de amor, aplastando sus labios con besos brutales, frenéticos. La dama forcejeó rabiosamente para desasirse, y lo logró, haciendo tambalearse a su marido de un empellón. ¡Te he dicho que no quiero, que no quiero! le gritó con voz colérica.

El revolucionario la miraba, como si fuese el astro que había de guiar hacia más amplios horizontes la muchedumbre del llanto y del dolor; la estrella de la Justicia, alumbrando pálida e indecisa la lenta partida de los rebeldes, y agrandándose hasta convertirse en un sol, así como se aproximaban a ella, escalando alturas, aplastando privilegios, derribando dioses.

A veces seguía á campo traviesa, de un grupo de cruces á otro, aplastando con la huella de sus neumáticos los surcos abiertos por la labranza. Tumbas... tumbas por todos lados. Las blancas langostas de la muerte cubrían el paisaje. No quedaba un rincón libre de este aleteo glorioso y fúnebre.

Dormía en un rico sepulcro de mármol, brillante y pulido por los años, con un color suave de caramelo. La mano invisible de los siglos había frotado el rostro de la estatua yacente, aplastando la nariz y dando al belicoso cardenal una expresión de ferocidad mongólica. Cuatro leones velaban los restos del prelado. Todo en él era extraordinario y aventurero: hasta la muerte.

Y así estuvo hasta cerca del amanecer, cortando, aplastando con locos pataleos, jurando á gritos, rugiendo blasfemias; hasta que al fin el cansancio aplacó su furia, y se arrojó en un surco llorando como un niño, pensando que la tierra sería en adelante su cama eterna y su único oficio mendigar en los caminos.

Se sacude la pata contra el tronco más fuerte, sin que el cazador se le ruede, porque se le corre adentro y no hace más que magullarle las manos. ¡Pero se caerá por fin, y de una colmillada va a morir el cazador! Saca su cuchillo, y se lo clava en la pata. La sangre corre a chorros, y el animal enfurecido, aplastando el matorral, va al río, al río de agua que cura.