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Toribión, así que hubo errado el golpe, levantó de nuevo la tranca; pero antes que tuviese tiempo á descargarla se le anticipó con increíble presteza el de la Braña y le atizó un estacazo en la cabeza que le obligó á tambalearse. Reponiéndose instantáneamente volvió sobre su adversario como un león hambriento ó un jabalí que necesita abrirse paso.

Salió de Santander al rayar el alba: el cielo diáfano, como pocas veces suele verse en aquella costa; la mar azul y rizada. Corría un viento fresco y ligero, que ensanchaba el pecho y abofeteaba las mejillas. Subió al puente con el capitán, que se reía de verle tambalearse y cogerse fuertemente a la barandilla, y desde allí contempló el espectáculo sublime de levantarse el sol en el mar.

¡A matar el perro! , señor; el señor Duque me dió esa orden, porque soltó una liebre después de cobrarla. Gonzalo se puso lívido. ¡Y qué tiene que mandar ese sinvergüenza!... rugió sin poder proferir más palabras, arrebatando al mismo tiempo la cadena de manos de Ramón, con tal fuerza, que le hizo tambalearse.

Soltola, en efecto, pero fue para echarle los brazos al cuello y apretarla contra su pecho, loco, perdido de amor, aplastando sus labios con besos brutales, frenéticos. La dama forcejeó rabiosamente para desasirse, y lo logró, haciendo tambalearse a su marido de un empellón. ¡Te he dicho que no quiero, que no quiero! le gritó con voz colérica.

Viéndola tambalearse, Fabrice corrió a sostenerla, depositándola suavemente sobre el rústico asiento; sus risas callaron, poco a poco se agitaron sus miembros en los esfuerzos de la convulsión, y al fin yació desmayada. ¡Nos había escuchado!... ¡Todo lo sabía! murmuró el pintor como hablándose a mismo. Tornóse a Pierrepont, inmóvil a dos pasos, pálido cual un cadáver en su ataúd.

Las jóvenes, a quienes apabullaban el peinado u obligaban a tambalearse, en vez de sentir enojo, reían a carcajadas con placer vivísimo. Pablo y Nieves, que no podían dar cuatro pasos sin tropezar con otra pareja, estaban verdaderamente hechizados. Sin embargo, el joven, siempre que pasaba por delante de la puerta, sentía un leve estremecimiento en las piernas, y se apresuraba a alejarse de ella.

¿Cómo...? ¿Qué dices? respondió Clara aterrada al ver los ojos de su marido, pero sin comprender todavía. ¡Te pregunto qué es lo que me has echado en el te! gritó con más furor sacudiéndole el brazo y soltándolo después con un movimiento de repulsa que la hizo tambalearse. Clara comprendió al fin y llevándose las manos a los ojos exclamó con espanto: ¡Dios mío, qué horror!

La vi tambalearse, pero al movimiento que hice para sostenerla se desprendió por un impulso de inconcebible terror, abrió desmesuradamente los ojos extraviados y exclamó: «¡Domingo!...» como si despertara de un mal sueño que hubiese durado aquellos dos años; luego dio algunos pasos hacia la escalera arrastrándome en pos de ella sin conciencia de lo que hacía.

¡Que te quites, chicuela! gritó enfurecida. ¡Lárgate ahora mismo! Al mismo tiempo le dio un fuerte empujón. Josefina, después de tambalearse, rodó por el suelo, dando con la cabeza en el pie de una silla. Alzose llevando la mano al sitio dolorido, pero no lloró.

Pálida, con el corazón fuertemente contraído y en un estado de desfallecimiento que le hacía tambalearse, bajó la escalera sin darse cuenta.