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Bien podía ser que escribiese a su amada llenando el papel con versos ingenuos y simples, como la florecilla azul que apunta en el alma de toda pasión germánica. Y al adivinar el amor en estos esclavos de la responsabilidad que velaban por la suerte del pueblo flotante, lo veía único, noble, rectilíneo, lo mismo que el deber y la disciplina que mantenían a todos en sus puestos.

Desde las primeras palabras sencillas y dignas que expusieron brevemente su situación, el notario comprendió que estaba enfrente de un carácter, y deponiendo la gravedad fingida al mismo tiempo que los anteojos que velaban de ordinario su mirada escrutadora, como si fuera inútil la precaución con aquella alma leal puesta al desnudo, se mostró a su vez bajo su verdadero aspecto y estuvo tan francamente benévolo y cordial, que la huérfana quedó profundamente emocionada y se separaron siendo ya amigos.

Entregada a misma, se sostenía naturalmente, poco a poco; se alimentaba de todo y era el alimento de todo... Roberto Vérod se detuvo de pronto, estremeciéndose. Estaba delante de San Luis. Las ventanas de la iglesia, iluminadas por la luz interior, se dibujaban en las paredes: las lámparas velaban. Vérod se desplomó junto a la verja.

Vino la noche, y los vidrios se obscurecieron, tomando tintas suaves y misteriosas. La gran nave quedó por fin en completa sombra; mas en lo alto de sus muros velaban, como espectros de moribundo resplandor, las pintadas efigies de cristal. En el centro del lóbrego santuario lucía un punto de luz: era la lámpara del altar, que como un alma despierta y vigilante oraba en el recinto.

Ahora lo distinguía perfectamente; era él, pero aun más abatido y desmejorado que cuando por última vez lo vio; velaban su rostro tintas cárdenas, y la negra barba lo sumía en un cerco de sombra; sus ojos brillaban cual si tuviese calentura. Sentase al escritorio y escribió dos o tres cartas. Estaba frente por frente a Lucía y ella le devoraba con los ojos.

El humo de los hornos que durante toda la noche velaban respirando con bronco resoplido se plateó vagamente en sus espirales más remotas; apareció risueña claridad por los lejanos términos y detrás de los montes, y poco a poco fueron saliendo sucesivamente de la sombra los cerros que rodean a Socartes, los inmensos taludes de tierra rojiza, los negros edificios.

Cuando llegó a su casa y Visanteta le abrió la puerta, no pudo contener un gesto de asombro al ver que el salón estaba iluminado. Entró. Allí estaban su familia y la del señor Cuadros, pero todos silenciosos, ceñudos, con la cabeza inclinada, como si en la vecina alcoba hubiese un muerto al que velaban.

Por Magdalena velaban a un mismo tiempo su padre y su novio; pero ¡cuán diferente era el objeto de esta vela! Velaba el uno por amor desinteresado, consultando la ciencia para tratar de arrebatarle a la muerte su presa casi segura; velaba el otro por un amor egoísta que había aceptado la cita solicitada sabiendo lo fatal que podía ser aquella entrevista para la que la pedía.

A los pocos días de hablar con la criada de doña Carmen se acentuó el retroceso en el padecimiento de Clotilde, a quien velaban alternativamente una noche su marido con la doncella, y otra Julia con doña Carmen, la cual solía echarse en un sofá mientras Julia pasaba el rato leyendo y pronta al cuidado de la enferma.

Desde el día en que la vista de todas las bellezas aunadas en aquella devota de Dios le habían apaciguado y convertido, un juez y un custodio velaban en su interior, lo defendían contra las ideas tristes, contra los propósitos indignos, contra las imágenes impuras.