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Era un mozo que andaría con los treinta años, no muy corpulento, pero de recia complexión; de pelo y barba cortos, negros y fuertes; de mirada firme, pero sin dureza; agradable de cara y de voz; muy sobrio de palabras; limpio, holgado y modesto de traje, y natural de un pueblo de los ribereños del Nansa. Esto fue todo lo que de él supe en aquella ocasión.

Sólo por su juventud, pues no contaría más de veinte años, merecía el marquesito este diminutivo que todo el mundo le aplicaba. Por lo demás era un muchacho corpulento, rubio como el oro y con una expresión infantil en el rostro que contrastaba con la apariencia atlética de su musculatura. Los modales correspondían a aquella expresión: parecía un niño grande.

Pues bueno será que no beban un trago más, porque antes de que cierre la noche me propongo darles tarea cumplida, lanzándolos con mi gente sobre esos piratas normandos y genoveses de quienes habréis oído hablar. Y que llevan consigo buena provisión de caviar y finas especias de Levante y otras golosinas apetitosas que me prometo gustar, dijo el corpulento noble relamiéndose los labios.

A la cabeza de la fila formada por sus vasallos, el Emir balanceábase sobre las caderas, levantaba un pie y lanzaba relinchos bajo la mirada protectora de la señá Eufrasia, que, subida en un caramanchel, presidía la fiesta con toda la majestad de su busto corpulento. Al reparar la buena mujer en Ojeda, se atrevió a sonreírle. Sabía que era español por haberle visto algunas veces con don Isidro.

Excelentemente educada, por otra parte, era incapaz de adoptar una resolución extrema sin antes consultar a sus padres. De unos seis meses acá, se veía constantemente asediada muy de cerca por el apuesto notario y por Ayvaz-Bey, el corpulento turco de veinticinco años de edad, a quien hemos dicho que designaban con el remoquete de Tranquilo.

Para dar una idea exacta de la inclinación de Juanita hacia aquel mozo, diré que se parecía a la que yo he visto que tienen ciertas grandes señoras ya por un alano, ya por un mastín corpulento y poderoso que hay en casa de ellas, que inspira terror a las visitas, que parece capaz de derribar a un hombre de un manotazo y de destrozarle de un mordisco, y que, sin embargo, se echa con la mayor humildad a las plantas de su ama y siente inexplicable placer si ella con su blanca mano le toca la cabeza o con el pie le sacude o le pisa.

¿En dónde está este hombre? Espera en la portería. Voy a verle. Ligeramente contrariado, el corpulento Padre Rodríguez se levantó trabajosamente de su asiento, no sin dirigir la mirada al cúmulo de cartas que había sobre el escritorio esperando contestación, y se encaminó a la portería. Buenas tardes. Buenas tardes, Padre, contestó Juan González, con el rostro iluminado por la esperanza.

Era un mozo corpulento, de fisonomía dulce y simpática, sobre cuyo labio superior apenas se distinguía leve bozo rubio. ¡Soleá! exclamó al entrar, con visible y placentera emoción extendiendo sus manos á la tabernera.

Uno de los últimos que salieron fue Gaspar Santigós, alias, el Grande o Gasparón, porque era de tremendas fuerzas, muy alto y muy fornido. Hacíanle simpático el semblante apacible, la frente despejada, el mirar franco, y era tan corpulento, que parecía Hércules con blusa.

No lejos del monumento, se encontraba la Cruz de la Charanga, nombre éste que también se daba á uno de los álamos, el más corpulento y que más sobresalía entre los allí plantados, y alrededor del cual se formaban aquellas tertulias de desocupados de que habla don José Somoza en sus Recuerdos y en el artículo El árbol de la Charanga, donde dice pintando lo agradable de aquel lugar: «...A la izquierda está el Paseo del Arenal, paseo siempre concurrido; á la derecha el puente de barcas y un dilatado horizonte azul, por el que se oculta el sol en su occidente por entre una multitud de palos y velachos de embarcaciones ancladas