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Actualizado: 13 de mayo de 2025
Ella sentía escalofríos de terror al pensar que su marido podía sorprenderla, mientras el laborioso ingeniero estaba en la fábrica, á una distancia enorme de la realidad. Su aspecto azorado, sus excesivas precauciones para deslizarse inadvertida, acababan por llamar la atención de los transeuntes.
Por algo la avisaba el instinto, haciéndole temer la cólera del marido en los primeros tiempos de su infidelidad. Recordaba el gesto de aquel hombre al sorprenderla una noche á la salida de la casa de Julio. Era de los apasionados que matan. Y sin embargo, no había intentado la menor violencia contra ella... El recuerdo de este respeto despertaba en Margarita un sentimiento de gratitud.
Tendría que suprimir los cigarros de la Habana, que repartía pródigamente, y los vinos andaluces de precios caros; tendría que contener su generosidad de gran señor, y no gritar más «¡Todo está pagado!» en cafés y tabernas, ímpetu generoso de hombre acostumbrado a desafiar la muerte, que le hacía convertir su vida en un derroche loco; tendría que licenciar la tropa de parásitos y aduladores que pululaban en torno de él haciéndole reír con sus peticiones lloriqueantes; y cuando una hembra guapa de la clase popular viniese a él si es que llegaba alguna viéndole retirado , ya no lograría hacerla palidecer de emoción poniéndola en las orejas unos zarcillos de oro y perlas, ni se divertiría manchando de vino el rico pañuelo chinesco para sorprenderla después con otro mejor.
Pero para la liebre, vestida con su abrigado manto de suave y tupido pelo, era noche de festín, noche de pacer los tiernos retoños de los pinos, la fresca hierba impregnada de rocío, las aromáticas plantas de la selva; y noche también de amor, noche de seguir a la tímida doncella de luengas orejas y breve rabo, sorprenderla, conmoverla y arrastrarla a las sombrías profundidades del pinar....
Las gentes de la estancia miraban con un respeto supersticioso á la madre de Cachafaz, por creerla bruja y en oculto trato con los espíritus que aullan y giran dentro de las columnas de arena, altas como torres, levantadas por el huracán en la altiplanicie. Al ver la melancolía de Celinda y sorprenderla otras veces llorando, la india movía su cabeza, como si esto confirmase sus opiniones.
Pero la voz pasa, y la hermosura con ella, y con la hermosura los galanes ricos; entonces empezó a bajar de nuevo la escalera hasta el último piso, hasta el piso bajo; luego mudó de barrios hasta el hospital; la vejez, por fin vino a sorprenderla entre las privaciones y las enfermedades; el hambre le puso el gancho en la mano, y el cesto fue la barquilla de su naufragio.
La viuda salió de la pieza, pero permaneció en el corredor. Sus piernas se negaban a alejarse de un sitio en que sin duda iba a decidirse la suerte de su hija y a pronunciarse una sentencia irrevocable. Un ruido en la cerradura le hizo temer que la condesa fuera a sorprenderla.
Alegrósele, empero, el alma cuando, tan sin traición y tan obligado, dentro se vio de aquel jardín, por el cual, y por alguna comunicación que acaso encontraría fácil, podría llegar hasta las plantas de aquella que tan sin alma le tenía, y sorprenderla tal vez melancólica y pensativa a impulsos del encendido amor en que él anhelaba ardiese; y sin más detenerse, hollando silenciosamente la blanca y menuda arena, que entre flores y plantas formaba calles y laberintos, fue a dar en un corredor cubierto de enredaderas, y como allí hiciese oscuro, prosiguió a tientas, y a poco halló a diestra mano una escalera, al cabo de la cual, y no a mucha altura, dio en un corredor, que le llevó derechamente a una mampara, y abriéndola hallose más a oscuras que antes; pero por la luz que se dejaba ver en unos como resquicios de puerta, yendo a ella abriola recatadamente, y quedose como extasiado y suspenso, que en un rico camarín, sentada, de espaldas a él, delante, de un espejo de Venecia, descubrió a doña Guiomar, que, con el tesoro de sus dorados cabellos se entretenía.
Ramón la idolatraba como si fuera una santita de madera, le contaba historias preciosas, y le traía del mercado unos juguetes tan chuscos, que bastaba verlos para reírse a carcajadas. Esperábala esa tarde con un saltaperico de retorcidos cuernos y barbas de chivo. Para sorprenderla, lo abrió de repente, pegándose en la nariz con la cabeza del saltaperico.
Se prometió esperar a que estuviese sola para caer en su casa, sorprenderla y arrancarle el puñal de la mano. Guardó su impaciencia durante una hora larga, sin advertirlo. Amaba a la señora Chermidy como no había amado a su mujer ni a su hija. Sentía germinar en su cerebro ideas de abnegación, de solicitud, de desinterés, de humilde esclavitud.
Palabra del Dia
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