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Doña Cristina daba el último toque á sus cabellos rubios, que ya comenzaban á encanecer, al mismo tiempo que con el rabillo del ojo seguía en un espejo la marcha del reloj colocado sobre el mármol de una chimenea. Eran las tres de la tarde, y á las cuatro tenía que asistir en Bilbao á una junta de señoras católicas, de la que era presidenta, en el Colegio del Sagrado Corazón.

Fogoneros libres de servicio, rubios muchachotes vestidos de blanco, permanecían erguidos en medio de esta muchedumbre, contemplando de lejos, tímidos y sonrientes, a ciertas beldades morenas, como si esperasen hacerse entender con su inmovilidad silenciosa. En el fondo, junto al castillo de proa, continuaba sonando la gaita invisible su gangueo pastoril.

Lo que Yégof decía nosotros lo veíamos, Juan Claudio... El loco parecía no fijarse en nosotros y miraba las figuras de la chimenea con la boca abierta; pero, después de un momento, al bajar la cabeza y vernos a todos atentos, comenzó a reír, con risa de loco, gritando: «Y en ese tiempo, vosotros creíais ser los señores del país, ¡oh hombres rubios, de ojos azules y blancas carnes, alimentados de leche y de queso, que no bebíais sangre mas que en otoño, en la época de la caza mayor!; os creíais los dueños del llano y de la montaña, cuando nosotros, los hombres rojos de ojos verdes, que venían del mar...; nosotros, que bebíamos siempre sangre y que sólo amábamos la guerra, llegamos una buena mañana, con nuestras hachas y venablos, remontando la cuenca del Sarre a la sombra de los viejos robles... ¡Ah!

Aquella mañana no había en doña Luz ascetismo ninguno, o por lo menos, no había acudido aún el ascetismo. Estaba doña Luz vestida con una linda bata, y los cabellos rubios, no peinados aún, recogidos en red sutil. Recostada lánguidamente en una butaca, leía, ya en este, ya en otro, de dos libros que tenía al lado. Eran Calderón y Alfredo de Musset.

Un minuto después una linda frente coronada de cabellos rubios se apoyaba en la reja. ¿Cómo estás aquí? He venido á la feria para mercar una yegua. ¡Qué salto me dió el corazón cuando tu voz! Temía engañarme. Por esa aguardé á que cantases otra vez, pero te había oído muy bien la primera. ¿Y cómo han quedado todos allá arriba?

Bien es cierto que sólo su aspecto bastaba para serenar el ánimo más hosco. Era alto, bastante grueso, de rostro radiante, franco y expansivo. Sus rubios cabellos estaban cortados al ras, y tenía bigotes de puntas retorcidas, una boca bien dibujada y dientes blancos, que una risa franca y natural enseñaba a menudo. Toda su persona respiraba alegría y amor a la vida.

A medida que avanzaba la sombra, levantábase del mar una brisa fresca, que agitaba por instantes los picos del pañuelo de Amparo y los cabellos rubios de Baltasar, en los cuales se detenían las postreras luces del sol, haciendo de su cabeza una testa de oro.

Entonces Jerónimo quiso conocer á la duquesa, y la conoció. Vió que los cabellos de la duquesa eran rubios, del mismo color que el rizo que estaba encerrado en el medallón. Después preguntó quién era ó había sido el joyero del duque de Gandía. Dijéronselo, y le buscó, y en secreto le preguntó, presentándole un brazalete, si lo había él fabricado.

No te diré si tus hermosos ojos Son dos astros que Dios dejó caer, Para alumbrar los púdicos sonrojos Que tus mejillas suelen encender. No te diré si tus cabellos rubios Que circundan tu frente cual capuz, Llamas son de magnéticos efluvios Que de tu mente vuelan á la luz.

Nada más delicioso que esas caritas blancas, puras, sonrosadas, con sus ojitos azules, profundos como el cielo y limpios como él, los cabellos rubios cayendo en ondas a los lados, la boca graciosa e inmaculada, mostrando los dientecitos sonrientes. Nada más suave, nada más dulce.