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Por lo que antes dije a usted. ¡Es esto tan diferente de aquello! Pues por esa diferencia me gusta a esto. ¡Ajá!... Tómate esa y vuelve por otra... ¿De manera que usted está satisfecha?... Satisfechísima. ¿Y dispuesta a sacar partido de?... De todo, don Claudio. Y si no lo estuviera, ¿para qué venir aquí? ¡En los mismos rubios, señor Fuertes!... y vaya usted contando.

El más joven que llegó primero, salió transformado; su color, negro como el de sus hermanos antes de sumergirse en la fuente, había tomado el color de un blanco rosado, y sobre sus espaldas brillaban rubios cabellos. El agua desaparecía por momentos, y el segundo hermano no pudo bañarse por entero; no obstante, se revolcó sobre la arena húmeda, y su piel se tiñó de un color dorado.

Los luengos y rubios cabellos no sólo le cubrieron las espaldas, mas toda en torno la escondieron debajo de ellos; que si no eran los pies, ninguna otra cosa de su cuerpo se parecía: tales y tantos eran.

En su extrema sorpresa Silas se dejó caer de rodillas y agachó profundamente la cabeza para examinar la maravilla: era una criatura dormida, una linda criatura regordeta, con la cabeza toda cubierta de rizos rubios y sedosos. ¿Era posible que fuera su hermanita que le volviera en su sueño, su hermanita que él había llevado en brazos durante un año, antes de que muriera, cuando él mismo sólo era un niño sin medias ni zapatos?

Al aproximarse vieron que madre e hijo se besaban: aquella mujer tan enérgica, tan decidida, lloraba a lágrima viva: Gaspar no lloraba, sostenía a su madre junto a su pecho, mezclándose sus bigotes rubios con los cabellos grises de la anciana, mientras murmuraba: ¡Madre!... ¡Madre!... ¡Ah! ¡Cuántas veces he pensado en ti! Luego, con voz más firme, añadió: ¡Luisa! ¡Yo he visto a Luisa!...

Pero aun así, ¡qué angustias no la hacían sufrir aquellos extranjeros rubios y antipáticos que tenían la audacia de leer la Biblia a su modo y en su lengua, sin creer en Su Santidad, ni ir a misa!... Montenegro conocía uno de los últimos disgustos de la piadosa señora, que le habían relatado los criados de la casa. Los Dupont tenían un viajante sueco, el mejor agente de su negocio.

«Entonces, ¿qué hago yo aquí? ¿Para qué me han dado el mando?...» Así pensó Ferragut, sin atinar por qué buscaba su concurso este hombre que podía dirigir el buque sin ayuda ajena. Indudablemente era un oficial de marina, y también debían proceder de una flota todos los marineros rubios que trabajaban como autómatas.

Sabe pulsar la cítara en arpegios bullentes, como del champagne rubios los topacios hirvientes, cuando su pecho embriaga la dicha del vivir. Suspiran sus cantares las campiñas de flores, las brisas de la sierra, los alegres rumores del bosque tropical; la lluvia que desciende en perlas diminutas, los oros del crepúsculo, las sombras de las grutas y el épico tumulto del fiero vendaval.

Corrió por todo su cuerpo un estremecimiento inexplicable de placer, de miedo, de vergüenza; un estremecimiento delicioso que la dejó lánguida y desvanecida con los ojos cerrados y el rostro pálido. Al cabo de un rato se volvió y hundió sus mejillas en la almohada, aspirando con narices y boca el olor que los rubios cabellos del P. Gil habían dejado en ella.

Los rubios o negros cabellos en grato desorden, se desparramaban por el espacio o bien caían en adorables bucles por la espalda; los ojos brillaban como luceros en aquellos rostros celestiales; los labios rojos y húmedos se entreabrían para dejar ver el aljófar inmaculado de sus dientes. Y basta, porque no concluiríamos nunca.