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¡Pobre Pascualet!... ¡Infeliz Obispillo! Con su guirnalda extravagante y su cara pintada estaba hecho un mamarracho. Más ternura dolorosa inspiraba su cabecita pálida, con el verdor de la muerte, caída en la almohada de su madre, sin más adornos que sus cabellos rubios.

Uno de ellos, de grandes bigotes rubios y mejillas terrosas, miraba con los ojos empañados, como dominados por una horrible pesadilla; el otro, completamente doblado, con las manos azules y el hombro destrozado por la metralla, se encogía cada vez más y luego se enderezaba como sobresaltado, hablando en voz muy baja, como si estuviera soñando.

Al observar la barba de Don Felipe, aquel rojo vellón donde la luz del aceite ponía ahora toques purpúreos, el canónigo pensó en las razas antiguas venidas hasta la Iberia desde los mares tempestuosos del Norte; y cerrando, a su vez, los ojos, soñó con repugnancia en bárbaros rubios y en carnosas hembras desnudas, con cabelleras color de naranja, como señaladas, desde entonces, por un reflejo infernal.

Al entrar en la goleta encontró á Karl, el dependiente de la doctora, que había traído su pequeño equipaje y acababa de instalarlo en el camarote. «Podía retirarse...» Luego pasó revista á la tripulación. Además de los tres sicilianos viejos, vió ahora siete mocetones rubios y carnudos con los brazos arremangados. Hablaban italiano, pero el capitán no tuvo dudas sobre su verdadera nacionalidad.

El barón se fijó desde luego en el joven de rubios cabellos é inteligente rostro, que observaba atentamente el castillo y sus alrededores. Iba á su derecha un gigante pobremente vestido, que por lo estrechos y cortos que le venían sus arreos decían bien claro no haber sido cortados para él.

Pero sobre los hombros de la figura negra, había una cabeza blanca con sus correspondientes cabellos rubios. Era, pues, un hombre lo que la duquesa había tomado por una aparición del otro mundo. ¡Chists! ¡no gritéis, mi buena doña Juana! dijo aquel hombre poniéndose un dedo sobre los labios ; ¿no veis que vengo solo y de una manera misteriosa?

También le pareció bien otra que entró de doncellas hermosísimas, tan mozas que, al parecer, ninguna bajaba de catorce ni llegaba a diez y ocho años, vestidas todas de palmilla verde, los cabellos parte tranzados y parte sueltos, pero todos tan rubios, que con los del sol podían tener competencia, sobre los cuales traían guirnaldas de jazmines, rosas, amaranto y madreselva compuestas.

Allí se le veía tan pronto en la tribuna, predicando, como se le veía en el periódico, en el informe, en la revista literaria, en la traducción, en el libro de versos. Allí publicó él su Ismaelillo, un primoroso y pequeño volumen de composiciones breves; en las que su alma de padre, salta y brinca y chispea, entre los cabellos rubios y los pies ligeros de su hijo.

Doña Gertrudis estaba rebujada en una magnífica manta de felpa, y tenía la cabeza cubierta con una cofia, por debajo de la cual enseñaba algunos cabellos entre rubios y blancos. Su rostro era de singular blancura mate, fino y correcto. Los ojos azules y sumamente tristes. Más que de la enfermedad advertíanse en aquel rostro las huellas de la clausura. Me mata, me mata este ruido en los oídos.

Saludé, y me fuí. ¡Linda criatura! Aun me parece que la veo con aquel vestido azul que parecía un jirón de cielo; esbelta, donairosa, elegante, sencilla, húmedos los rubios cabellos, que, atados con una cinta de seda, caían hacia la espalda sobre una toalla anchísima. ¡Nunca me pareció más bella! Cuando llegué al despacho me encontré con el jurisperito. Salía para ir al Juzgado.