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El mostacho, el tuzado cabello y la aguda barba cabría comenzaban a encanecer; pero las cejas conservábanse retintas, como dos plumas de tordo. Su pellejo era pálido, su mirada áspera, su gesto macho y soberbioso. Adivinábasele, desde lejos, la cólera fácil. No era muy docto; pero nunca faltaba en sus discursos uno que otro texto latino sobre la decadencia de las repúblicas.

Ya comienza a encanecer pensé, es tiempo de que pruebe lo que llaman la felicidad. Y lo acaricié efectivamente.

Una hermosa cabellera rubia, que comenzaba a encanecer, la servía de diadema; la fisonomía era expresiva, casi picaresca; graciosa la boca, esbelto el talle y los pies chicos. Así debían ser aquellas damas de la corte de Versalles que compensaron la virtud que les faltó a fuerza de elegancia e ingenio.

Podré encanecer y envejecer, ese momento me ha quitado para siempre toda alegría; helará para siempre toda sonrisa en mis labios.

Doña Cristina daba el último toque á sus cabellos rubios, que ya comenzaban á encanecer, al mismo tiempo que con el rabillo del ojo seguía en un espejo la marcha del reloj colocado sobre el mármol de una chimenea. Eran las tres de la tarde, y á las cuatro tenía que asistir en Bilbao á una junta de señoras católicas, de la que era presidenta, en el Colegio del Sagrado Corazón.

Me arrepiento de ello, y me impongo la obligación de servir y complacer en cuanto pueda a esta pobre muchacha. Este arrepentimiento y esta obligación que me impongo, debiera hacerla cien veces cada día. 24 de marzo. Empiezan a encanecer mis cabellos. El tiempo se va y yo ignoro lo que he hecho de mi juventud.

No es creíble que el sentimiento y el sobresalto del señor marqués fuesen tan grandes que le hicieran encanecer la barba de repente: creemos más bien que habría olvidado aquella mañana los secretos de alquimia de su tocador, sin duda por no tener presente la siguiente anécdota que le recomendamos: Cuentan de Carlos V que, visitando una vez cierto convento de Alemania, vio un monje que tenía la barba negra y el pelo blanco por completo.

Representaba cincuenta años, bien corridos; tenía buen color, la cabeza muy poblada de pelo alborotado y recio, la cara pequeña y enjuta, y aún parecía más chica de lo que era, por lo espeso de la barba que le ocupaba la mitad; la barba y el pelo, empezando a encanecer; la frente ancha, y destacado el entrecejo; la nariz curva, y la mirada de sus ojuelos verdes, firme y escrutadora; cara, en fin, cervantesca y un tanto «aquijotada». Daba grandes pasos con sus largas piernas al dirigirse a nosotros que le salimos al encuentro, y balanceaba el cuerpo, nervudo y cenceño y algo inclinado hacia adelante, al compás de las zancadas; vestía un traje modesto de paño obscuro, fuerte y barato, y calzaba abarcas de tarugos.

En esa tribulación gime olvidado del mundo, y el dolor es más projundo cuando no halla compasión. 698 En tan crueles pesadumbres, en tan duro padecer, empezaba a encanecer después de muy pocos meses; alli lamenté mil veces no haber aprendido a leer. 699 Viene primero el juror, después la melancolia; en mi angustia no tenía otro alivio ni consuelo, sino regar aquel suelo con lágrimas noche y día.

Sus sucesores Al-Mundhir y Abdullah alcanzan el mismo destino: enérgicos y resueltos cuando se trata de hacer la guerra y de administrar justicia, nada hacen por el progreso del arte. ¿Ni cómo es posible que consagren al mundo de la belleza sus meditaciones un príncipe como Al-Mundhir, que apenas brilla cual fugaz metéoro pasando en dos años escasos de su proclamacion en Córdoba á su muerte en el campo de batalla, y un príncipe como Abdullah, su hermano, que aunque llamado á encanecer bajo el solio, vive siempre envuelto en una atmósfera de sangre y de esterminio?