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Bonito genio tengo yo para estas cosas... ¡Ah! ¡Pues si esa hiciera caso de , y se dejara llevar...! Lo que es ahora, yo le aseguro que sus dos o tres mil duros de pensión no se los quitaba nadie... Lo primerito que yo haría era plantarme en casa de doña Bárbara y leerle la cartilla bien leída... Y lo haré, lo haré, aunque esa simple no me autorice.

El deber más penoso que la señorita de Sardonne debía llenar en servicio de la baronesa, era leerle a ésta por la noche, y a veces hasta muy tarde, en tanto la anciana dama no lograba dormirse; en seguida Beatriz se retiraba a sus habitaciones procurando a su vez conciliar el sueño, si lo conseguía la pobre enamorada: aquella noche no alcanzó ganarlo, que pasó sus mortales horas en mil veces leer y en comentar mil veces el billete de su fiel amiga; transcurrieron para ella lentos los instantes en cien veces decirse a misma que el momento de la terrible prueba no se hallaba remoto y que la conminatoria arenga de la señora de Montauron no fue más que el preludio de infernales torturas.

Si hubiera yo de seguir contando y pintando circunstanciadamente las cosas, escribiría un tomo de quinientas o seiscientas páginas. Demos, pues, punto aquí: y, gracias a que este artículo no peque por largo, y a que tenga el lector la suficiente indulgencia, vagar y calma, para leerle todo sin enojo, fatiga ni bostezo.

Pues no es las mias, dixo con mucha frialdad Pococurante: en otro tiempo me habían hecho creer que tenia mucho gusto en leerle; pero la repeticion no interrumpida de batallas que todas son parecidas, aquellos Dioses siempre en accion, y que nunca hacen cosa ninguna decisiva; aquella Helena, causa de la guerra, y que apénas tiene accion en el poema; aquella Troya siempre sitiada, y nunca tomada: todo esto me causaba un fastidio mortal.

Su boca apenas estaba cubierta con un hule, desprendido de las puntas; un andrajo negro con letras amarillas y borrosas. Feli leyó con algún trabajo: «Aparisi y Guijarro». Ese señor continuó Isidro fue famoso en vida. Pronunciaba en el Congreso discursos que duraban varias sesiones. Los curas de toda España, los devotos, las mujeres, aguardaban con impaciencia los periódicos para leerle.

Venía para manifestar su deseo de marcharse, de abandonar el puesto tan pronto como el jefe le designase un sucesor. Y hablaba con la vista baja, como si temiese que el millonario pudiera leerle su secreto en los ojos. Sánchez Morueta se deleitaba apreciando el trastorno de aquella cara juvenil. ¡Oh!

»Alborotáronse todos con el desmayo de Luscinda, y, desabrochándole su madre el pecho para que le diese el aire, se descubrió en él un papel cerrado, que don Fernando tomó luego y se le puso a leer a la luz de una de las hachas; y, en acabando de leerle, se sentó en una silla y se puso la mano en la mejilla, con muestras de hombre muy pensativo, sin acudir a los remedios que a su esposa se hacían para que del desmayo volviese.

Ella en seguida, confusa y atemorizada, apartó el rostro; mas él, buscándole la mirada para leerle el pensamiento, le cogió la cara entre las manos y permaneció contemplándola. El instante fue sublime. A Juan se le olvidaron las teorías de conquistador, el cálculo, la lástima, la astucia, todo, hasta el temor a las consecuencias, mezquina consideración que acibara grandes placeres.

Al apartarse, Paz le sujetó las manos y, fijando en él los ojos, le dijo, ansiosa de leerle el pensamiento en la mirada: ¿De verdad me quieres? ¡Ojalá estuviera tan cierto de que llegarás a ser mía como lo estoy de mi cariño! Ella se quitó entonces un anillo de oro que llevaba entre otras sortijas, y poniéndoselo a Pepe, le dijo, con la leal franqueza de quien entrega el alma: ¿Entiendes?

Elena, la discípula del presbítero, se marchaba en aquel momento, aunque no eran más de la diez. Su tío, un señor viejo, bajo y regordete como ella, de labios abultados y fisonomía riente, que andaba por los rincones solitario, no consentía retirarse después de esta hora. La niña, que era vivaracha y traviesa, al despedirse con ruidosos besos de sus amigas, procuraba ponerle en ridículo: «Qué quieres, hija; mi tío se empeña en hacer competencia a las gallinas. Voy a leerle la vida del santo del día. No puede dormirse sin enterarse de los martirios de Santa Irene o San Lorenzo. Adiós, adiós; pedid a la Virgen que sane mi tío de la cabeza».