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A la abierta actitud de los primeros días, habían sucedido timideces, cortedad, largas y profundas miradas, prolongados silencios, ensueños, mal humor constante; era visible que se buscaban, y que al mismo tiempo temían encontrarse; era visible que en sus más insignificantes palabras había algo de tierno y de vibrante; no ignoraba la de Aymaret que sus conversaciones personales, directas, eran muy raras, y que aun parecían querer evitarlas en lo posible, de lo que venía a deducir, con harta razón la vizcondesa, que procuraban ponerse en guardia contra la tentación de las efusiones, de los recuerdos, de las mutuas ternuras; no los creía culpables, y les hacía justicia, pero, un contacto tan íntimo y tan familiar entre ellos, ¿no podría ser prueba demasiado fuerte que al fin diera al traste con sus resoluciones por firmes y sinceras que fuesen? ¿No se encontraban de nuevo en presencia el uno del otro exactamente como en otros tiempos, al lado de la señora de Montauron? ¿No podrían despertar paulatinamente y con el mismo ardor que en pasada época esos íntimos sentimientos, haciendo aún más sensible la ya grande antipatía de Beatriz por su marido?

La misma inquieta hipocresía de que la baronesa acababa de darle transparente testimonio, decía claro a Beatriz cuánto sospechaba la vieja dama acerca de las intenciones de su sobrino y cuánta rosada esperanza podía ella abrigar en su pecho... Y, sin embargo, ahora más que nunca se encontraba amarrada a su adverso destino, ya que no sólo había empeñado su leal palabra a la de Montauron, que también teñía Beatriz en sus amantes manos la suerte o la total ruina del hombre de sus predilecciones, porque conocía demasiado la huérfana a la baronesa para poner un solo instante en duda que, si Pedro se casaba contra la voluntad de su orgullosa tía, no dejaría ésta por motivo alguno de poner en práctica sus fulminantes amenazas; así, pues, veíase la joven sin ventura reducida a temer lo que anhelado había más en la vida, y ante el temor de verse expuesta, a prueba superior a sus fuerzas, rogaba al Cielo que su elegido jamás llegase a amarla.

Cierto día, habiéndola encontrado la vizcondesa en su alcoba deshecha en llanto a consecuencia de una de esas humillantes escenas que la señora de Montauron no le evitaba, rogóle vivamente su amiga que abandonase el servicio de la vieja dama, aceptando un asilo en su propia casa.

Imposible era poner en práctica proyectos tales sin contar de antemano con el no fácil beneplácito de la señora de Montauron, encargándose el marqués de empresa tan de por escabrosa, y éralo ella tanto, que tía y sobrino estuvieron a punto de reñir con este motivo ligera escaramuza.

La señora de Montauron acababa de dormir pacíficamente su siesta en su gabinete contiguo al salón, y como digería con dificultad, su sueño era premioso, por cuya razón despertaba siempre de terrible mal humor.

¡Ah! ¿pero es posible?... ¡Pobre amiga mía!... ¡Pobre amada mía! ¿Cómo no me lo habías dicho antes? Beatriz le contó entonces brevemente lo que había pasado aún no hacía un año entre ella y la baronesa de Montauron, el juramento que ella empeñara, juramento que la muerte rompía ahora. Y aun cuando hubiese podido comunicarte mi secreto, no lo hubiera hecho... te conozco.

La señora de Montauron ocupaba ya su sitial en el centro de la sala.

Pocas fechas corrían desde que la señora de Montauron se había reinstalado en París y en su hotel de la calle Varennes, ocupando el sobrino su antiguo elegante entresuelo del bulevar Malesherbes, mansión no lejana del palacete en que respiraba Mariana de La Treillade.

Sucedió en consecuencia, que al oír aquella última y sangrienta réplica, la de Montauron se levantó vivamente de su asiento, y si hubiese podido disponer de los rayos celestes, habría sido muy verosímil que la señorita de Sardonne no hubiese podido repetir el cuento.

El día en que la señora de Montauron impuso a Beatriz el sacrificio definitivo de su amor hacia Pierrepont, destruyó por el hecho el motivo único que tenía la huérfana para tolerar la mísera existencia que arrastraba al lado de la baronesa, y desde ese momento el disculpable sentimiento de sorda irritación que la joven nutría hacia su dura protectora habíase cambiado, en esta alma contenida pero ardientemente apasionada, en verdadero horror.