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La señora de Montauron, que envejecía en tiempo y declinaba en salud, hacía fecha que pensaba en procurarse una señorita de compañía que aliviase el peso de su soledad y la carga de sus enfermedades. Exigía que fuera hermosa, a fin de que su presencia viniese a ser como un cebo para el sexo fuerte, de cuyos atractivos había sido siempre la baronesa devota fervientísima.

La señora de Montauron, que profesaba a la soledad cordialísimo aborrecimiento, concedía a sus amigos la más amplia hospitalidad en su campestre mansión, aunque, habiendo resuelto que aquel año de 1875 marcaría el fin del celibato de su sobrino, extendió aún más sus invitaciones en esta jornada, poniendo en la confección de las listas de convite los más diplomáticos cuidados.

Sin embargo, fuerza era convencerse, porque apenas de regreso en París, desvanecido por su inesperada fortuna, el heredero de la señora de Montauron acentuó de modo tan escandaloso sus deslices, que aun sus más ardientes devotos tuvieron que confesar la extraña y desfavorable metamorfosis que en la conducta y el carácter de aquél se efectuara; nunca fue Pedro un puritano, es cierto, pero siempre se le veía llevar a sus aventuras galantes aquella delicadeza moral que ellas reclaman, y que consiste, para el hombre de honor, en ocultar al público sus debilidades en asuntos de amor, y con mucho más motivo que sus debilidades sus vicios, mientras que ahora parecía como si el marqués pusiera empeño en desafiar la opinión.

En el campo como en París, dejaba raras veces pasar una semana sin ir a ver a Beatriz, arrostrando denodadamente para llenar tan sagrado deber de amistad, las temibles iras de la señora de Montauron, quien temía, juzgando por varias apariencias, que la amable persona no viniese a ser un obstáculo para el deseado casamiento de su sobrino.

Ciertamente que la señora de Montauron, que tenía por su parte una entrada anual de muy cerca de cuatrocientos mil francos, habría podido muy bien no aguardar la hora de la muerte para dorar un poco el escudo heráldico de su sobrino, pero la dominaba una pasión todavía más decisiva que el orgullo de raza, y esa pasión era el egoísmo.

La baronesa de Montauron, en cuya casa vamos a penetrar, siguiendo los pasos de su sobrino el marqués de Pierrepont, era una mujer de mucho talento y gracia suma, pero sin corazón: había hallado, sin embargo, modo de crearse sólida reputación de alma generosa, recogiendo cierta joven huérfana, lejana pariente de su marido, la cual huérfana le servía de lectriz, de enfermera y aun un poco de doncella.

Al día siguiente, bastante temprano, la señora de Montauron mandó llamar a su sobrino, y cuando éste se presentó a la baronesa, acababa la anciana señora de tomar el desayuno. ¿No mal de salud, tía, me parece?

Las malas lenguas la acusarían de oponerse al puro egoísmo de un casamiento, por otra parte muy razonable para la huérfana, que era al mismo tiempo su protegida; de manera que la baronesa resolvió callarse y tener paciencia; puesto que de cualquier modo que fuese, la lectriz escapaba a sus garras, valía más, pues, por sensible que le fuese perderla, tomar su partido y darse siquiera el mérito, cubriendo las apariencias, de haber sido generosa hasta el fin... ¡Bueno! después de todo, ese estúpido matrimonio tenía su lado conveniente, puesto que libraba a la señora de Montauron per omnia sæcecula del terror de ver a su sobrino casado con esa muchacha en la ruina.

La señora de Montauron, que estaba siempre en acecho, ojo avizor y oreja al viento, cayó en la eterna trampa de las apariencias, interpretándolas a la medida de sus deseos. Resolvió en vista, coger al vuelo eso que ella denominaba, el momento psicológico, y firme en sus propósitos hizo cierta mañana comparecer al marqués en la hora habitual de sus audiencias secretas.

En la tarde misma de aquel memorable día de la entrevista, escribió Fabrice a la señora de Montauron dándole gracias por sus atenciones, y al día siguiente llegaba a los Genets acompañado de su hija Marcelita.