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Actualizado: 13 de junio de 2025
El deber más penoso que la señorita de Sardonne debía llenar en servicio de la baronesa, era leerle a ésta por la noche, y a veces hasta muy tarde, en tanto la anciana dama no lograba dormirse; en seguida Beatriz se retiraba a sus habitaciones procurando a su vez conciliar el sueño, si lo conseguía la pobre enamorada: aquella noche no alcanzó ganarlo, que pasó sus mortales horas en mil veces leer y en comentar mil veces el billete de su fiel amiga; transcurrieron para ella lentos los instantes en cien veces decirse a sí misma que el momento de la terrible prueba no se hallaba remoto y que la conminatoria arenga de la señora de Montauron no fue más que el preludio de infernales torturas.
Entretanto, el retrato de la señora de Montauron adelantaba poco a poco.
Conocía también ya que la señora de Aymaret tuvo aquella mañana y en hora inusitada cierta misteriosa entrevista con Beatriz; así, pues, relacionando estos tres incidentes y atando cabos, vino a caer en la cuenta de lo que pasaba, creyendo comprender que una parte de sus sospechas habíanse realizado, aunque sin poder discernir con claridad cuál había sido el resultado; era de entera evidencia para la señora de Montauron que su sobrino había dado un paso decisivo cerca de Beatriz... Pero, ¿con qué éxito?; lo ignoraba, y el averiguarlo era indispensable, por cuanto si el anonadamiento visible de su sobrino podía significar que había sufrido una negativa, pudiera argüir también que, hallándose al cabo por obra de Beatriz de la oposición y amenazas de su tía, meditaba el marqués sobre esos textos.
Tal era el fin que perseguía con vehemente anhelo la señora de Montauron en los momentos en que principia esta verídica historia.
Pocos días después de los sucesos que hemos relatado, el conde de Villerieux, tutor de la huérfana, vino a buscarla a los Genets a fin de acompañarla a París, en cuya ciudad se encontraba ya Fabrice con su hija; y no necesitaremos decir que la despedida de la señora de Montauron y Beatriz no fue cosa que llamase la atención por su cordialidad.
Los Genets era una antigua propiedad de aquella familia que había sido en parte destruída y en parte vendida, durante el período revolucionario, y sólo al cabo de cincuenta años decidióse el barón de Montauron, a instancias de su mujer, de quien aquél era el más seguro y el más humilde servidor, a rescatar en gran precio las tierras, restaurando al mismo tiempo el arruinado edificio, del cual no quedaba, otra cosa más que una hermosa y almenada torre sacrílegamente encuadrada entre dos construcciones modernas.
Era esta tía la baronesa de Montauron, por su familia Odón de Pierrepont; cifraba en su apellido el más grande orgullo y era viuda y sin hijos, circunstancia que no la entristecía, puesto que, merced a ella, proponíase disponer a su muerte en favor de su sobrino, de los cuantiosos bienes que heredara de su difunto marido, dando por esta combinación nuevo brillo a los un tanto deslustrados blasones de su casa, porque sin que pudiera estrictamente decirse que los Pierrepont se hallasen arruinados, encontrábanse, de dos generaciones atrás, en menos que mediano estado de fortuna, sobre toda si se considera cuán grandes son las exigencias de la vida al uso de los tiempos que alcanzamos.
El primer impulso de Pierrepont fue ir a contar en caliente a la baronesa la instructiva conversación que acababa de sorprender, entre la que aquélla llamaba su joya predilecta y la digna institutriz de tal encanto; pero, después de haber reflexionado un poco, prefirió aplazar la modificación, reservándola como un argumento dilatorio para el día en que la señora de Montauron lo empujase de nuevo a resolverse en definitiva.
Marcela, la hija del pintor, era por estos tiempos una linda niña de cinco años, que tenía la misma frente serena y seria de su padre, cautivando, además, por el gentil donaire de su graciosa personita. La señora de Montauron declaró ex cáthedra que tenía aire de española.
Dio ésta las gracias a Pedro por el brazalete enviado de Londres, prenda que encontraba del mejor gusto, informándose después del sincero interés ¡la noble criatura! de la salud de la señora de Montauron y respondiéndole su sobrino que continuaba tan lozana como en sus mejores tiempos.
Palabra del Dia
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