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Actualizado: 9 de mayo de 2025


Pues ¡y lo de que rompieron el hielo a cañonazos para que se hundieran los enemigos que estaban encima!... ¡Bonito modo de hacer la guerra! Pero, hombre de Dios, si andaban por sobre el hielo se resbalarían y... pobres nalgas del Emperador..., digo, de los tres Emperadores, pues ahí dice usted que eran tres nada menos. ¿Sabes, Gregoria, que es aprovechada la familia?

Viéndola así, la cabecita de penitente inclinada, misia Gregoria, afligidísima, la volvió a besar, a estrechar contra su pecho. ¡Por Dios! ¿qué había hecho ella tan malo, qué crimen había cometido, para ser así castigada en sus afecciones? Su hija, su adorada santita, renegaba de ella, acusándola quizá de verdugo, de madre sin entrañas. Pero, si era por su propio bien, que lo hacía...

No conoce a nadie y nada debes temer. Gregoria, sumisa, se cubrió con su mantón. Cuando los dos hermanos salieron, volvióse Esteven a la joven, que cosía indiferente, y con una sonrisa burlona, exclamó: ¡Bien lo dije yo, que tenía que ceder o reventar!

Al punto nada vieron, sino la llama temblorosa de una lamparilla; luego aparecieron, como esfumadas, las figuras principales del cuadro: un franciscano, rezando bajo descomunal y tétrico crucifijo; en un rincón, la Pepa, silenciosa como una esfinge; a la cabecera del lecho, Casilda... Sobre la blancura de las almohadas, destacábase la cara lívida del muerto, con los ojos todavía abiertos, vueltos del lado de la puerta, por donde acababa de aparecer Gregoria; esta mirada de ultratumba, figurósele a la triste arrepentida señal de eterno y enconado reproche, y sacudida por temblor convulsivo, se precipitó en el cuarto y fué a prosternarse delante del padre que había ofendido, derramando sinceras lágrimas.

No por cierto; murió con la resignación de una cristiana entre mis brazos. ¿Y su marido? Está empleado en provincias. ¿Y el padre Ambrosio? Sigue viviendo en su casa de vecindad. ¿Y ?... ¿cómo estás al frente del colegio? Antes de que muriera doña Gregoria lo estaba ya.

Eso mismo digo yo indicó D.ª Gregoria . Bien saben todos que no eres ningún rana, y que has escupido en corro con guardias de Corps y valonas, y con generales de aquellos que había antes, tan valientes, que sólo con mirar al enemigo le hacían correr. Y no se trate prosiguió el Gran Capitán de embobarnos con cuentos de brujas como los que desembucha el Sr. de Santorcaz.

Ya, ¿qué se puede esperar de un trapisondista calavera, como usted, que abandonó a su familia por irse a extranjis a aprender malas mañas? ¡Decir que España ha de ser francesa! Salga usted de mi casa, y no ponga más los pies en ella. ¿Qué te parece, Gregoria? Mujer, ¿te estás con esa calma y no bufas de cólera como yo?

El silencio se hacía embarazoso. Misia Casilda dijo, mirando a Susana: ¿Esta es la mayor, Gregoria? contestó la de Esteven, la mayor. Y a Angelita, ¿no la conoce usted, tía Silda? intervino la niña, viendo que el silencio volvía. La conozco, , de vista. La llamaré... Déjala; no quiero molestarla. Voy a llamarla. Y escapó. Las dos hermanas, solas ya, mirábanse de reojo.

En aquel caserón de la calle de Méjico, que más parecía dependencia de cuartel que habitación de familia, de techo de teja abohardillado y ventanas voladas de gruesos barrotes, vivió, pues, muchos años el viejo don Aquiles, con sus tres hijos: Gregoria, la mayor; Pablo Aquiles, el varón, y Casilda, la menor, no la vida de paz del hogar, seguramente, porque allí se andaba de zarpa a la greña todos los días de la semana, a causa de la mala educación de los hijos y el carácter atrabiliario del padre.

Todos fijaron en la atención, y D.ª Gregoria, acercándose maternalmente a mi cama, me habló así: ¿Estás despierto, niño? ¿Ves y entiendes? ¿Puedes hablar? Pobrecito, ya se te ha quitado la terrible calentura, y el Santo Ángel de tu Guarda ha conseguido del Padre Eterno que te otorgue el seguir viviendo. ¿Cómo estás? ¿Ves a los que estamos aquí? ¿Nos conoces? ¿Entiendes lo que decimos?

Palabra del Dia

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