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Como había visto tan ensimismada a la señora, se había llegado al molino de su primo Antonio que estaba allí cerca, a un tiro de fusil. Ana le fijó los ojos con los suyos, pero ella desafió aquella mirada de inquisidor. Su primo Antonio, el molinero, estaba enamorado de la doncella; el ama lo sabía. Petra pensaba casarse con él, pero más adelante cuando fuera más rico y ella más vieja.

vi Miraba el hueso del dátil que se acababa de comer, y como si el hueso le dijera que , hizo ella un signo afirmativo y algo desconsolado... «¡Vaya si lo estoy!». Quedose tan profundamente ensimismada, que olvidó dónde estaba. Pero levantándose de repente, echó a andar hacia abajo, como los que llevan en el cerebro ese cascabel que se llama idea fija.

Después Enriqueta se quedó un instante ensimismada, y luego, de pronto, pasándose ambas manos por el rostro, acabó diciendo con la voz impregnada de amargura y cinismo: Gastó mucho conmigo... ¿Y qué? Ya se sabe: las que vivimos así somos las predestinadas para devolver a la circulación lo mal ganado.

Más valía que dijese terminantemente que no. «¿Por qué te vas tan lejos de ? Parece que te causo horror. Cuando entro, te pones seria; cuando crees que no me fijo en ti, estás ensimismada y te sonríes como si en espíritu hablaras con alguien». Otra cosa le mortificaba. Cuando salían juntos a paseo, todo el mundo se fijaba en Fortunata, admirando su hermosura; luego le miraban a él.

También los hay en la realidad, que es una gran novela. Permaneció largo rato apoyada en la barandilla: sus labios se movían como si hablase. Por fin, transida de frío, se entró al cuarto y cerró el balcón. Entonces vio caído en el suelo un papel y recogiéndolo murmuró con desprecio: ¡Ah, , el dinero! Y quedó como ensimismada.

Tenía yo una singular necesidad de afirmar mi amor, tanto para mismo como para ella. Era aquello como una especie de exorcismo contra los malos pensamientos, las cóleras y los rencores que me torturaban hacía algún tiempo. Luciana me escuchaba muy grave y como ensimismada en sus pensamientos, dudando si creer en mis protestas, o acaso interrogándose a misma, no lo .

Saluda a todos el más novel de los maridos y el más feliz de los médicos. Ya no se reía Isidora de las cartas y recetas. Desde el día anterior estaba muy ensimismada, y hablaba muy poco.

A partir de entonces, Cristeta recobró aparentemente la tranquilidad de espíritu, sobre todo en el teatro y en presencia de gentes extrañas; hasta se dejó cortejar; pero con frecuencia se quedaba ensimismada, sujeta al imperio de una idea, como persona que medita y fragua un plan calculando todos los casos, incidentes y peripecias que en su desarrollo pueden sobrevenir.

Doña Lupe permaneció un rato en la sala, sin moverse del sillón en que se sentara al entrar, con el manto puesto, la mano en la mejilla, pensando en lo mismo. No había vuelto aún de su asombro, ni volvería en mucho tiempo. Fortunata, de cuya casa venía, le había dado mil duros para que se los colocara del modo que lo creyera más conveniente... y sin querer admitir recibo... Al pronto sospechó la señora de Jáuregui si serían falsos los billetes... pero ¡quia, si eran más legítimos que el sol! Tal prueba de confianza le llegaba al alma, porque no sólo era confianza en su honradez, sino en su talento para hacer producir dinero al dinero... Pues además, Fortunata, en el curso de la conversación, había dado a entender que tenía acciones del Banco, sin decir cuántas. ¿De dónde había salido esta riqueza? Quizás Juanito Santa Cruz... quizás Feijoo... Lo más particular era que doña Lupe, por impulsos de tolerancia que habían surgido bruscamente en su espíritu, se esforzaba en suponer a aquel caudal una procedencia decente. ¡Fascinación que la moneda ejerce en ciertos caracteres, porque para estos lo bueno tiene que tener buen origen!... «¿Y por qué no ha de ser verdad todo eso del arrepentimiento?... se decía . Lo que no me explico es una cosa... El primer día me dijo Feijoo que estaba miserable... pero miserable, y comiéndose sus ahorros. ¡Pues si son estas las sobras...! En fin, doblemos la hoja; pongámonos en un punto de vista imparcial, y no hagamos juicios temerarios antes de tener datos seguros. ¿Quién se atreve a condenar a un semejante sin oírlo? Sería una crueldad, una injusticia. Eso de que siempre hayamos de pensar mal, me parece una barbaridad... Pero me estoy aquí ensimismada, y si tardo, quizás no encuentre en su casa a D. Francisco...